José Mª Rodríguez Olaizola, sj
Hace mucho, mucho tiempo, cuando era joven,
quise volar suelto. Quise vivir a mi aire, y abandoné mi casa, tras pedirle a mi
padre que me anticipase la herencia. Él me dio mi parte, y sin siquiera mirar
atrás, me fui. Allá quedaron él y mi hermano mayor.
Durante años fui un vividor. No quería saber
nada de ellos. Nunca les escribí ni les busqué de nuevo. Tuve las mujeres que quise.
Gasté a manos llenas. Me junté con amigos de conveniencia, que desaparecieron
cuando se acabó el dinero. Después vino el hambre. Y solo entonces, cuando no
me quedaba nada y la vida se me ponía cuesta arriba, volví a pensar en mi casa
y en mi padre.
Suponía que me habría olvidado, o que
estaría enfadado conmigo. El orgullo me empujaba a seguir como estaba, y aguanté
así una temporada larga, hasta tocar fondo. Pero el hambre fue más fuerte que el
orgullo. Al final me dije que me iría mejor si regresaba. Al fin y al cabo,
recordaba a mi padre como un hombre bueno. Ya me encontraría un hueco en su hacienda.
El corazón me latía desbocado cuando de lejos
se empezó a ver la casa. Al acercarme le vi. Estaba mayor, gastado por los años
y quizás por el dolor del abandono. Pero corría ligero, hacia mí. Al principio
no supe qué pensar. Luego, al distinguirlo bien, me di cuenta de que reía y
lloraba al tiempo, y que me miraba con los mismos ojos buenos de siempre. Llegó
hasta mí, y me abrazó. Quise decir algo, pedir perdón, pero ni me dejó hablar.
Lloraba. También yo. Y en su abrazo me sentí seguro. Me envolvió en un manto y
me hizo entrar en la casa.
A mi hermano le costó mucho llegar a
entenderlo. Durante un tiempo estuvo enfadado. Yo había sido un mal hijo y un mal
hermano. Pero Padre, al acogerme de nuevo, nos sanó a los dos…
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