Un día, paseando, un granjero se encontró un
huevo de águila y lo llevó a su corral de gallinas. Lo colocó en el nido de una
de sus gallinas del corral.
El aguilucho fue incubado y creció como uno
más en la nidada de pollos. Y, aunque era un águila real, vivió así… como si
fuera una gallina más del corral:
Durante este tiempo, el águila hizo lo mismo
que hacían los pollos: escarbaba la tierra en busca de gusanos e insectos para
comer, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por
el aire, al igual que los pollos y gallinas.
Después de todo, ¿No es así como había de
volar un polluelo?
Un día el aguilucho divisó muy por encima de
él, en el limpio cielo, a una magnífica ave que volaba, elegante y
majestuosamente, por entre las corrientes de aire, como flotando entre las nubes
del cielo, moviendo apenas sus poderosas alas doradas…
La cría de águila la miraba asombrada hacia
arriba… ¡le parecía algo tan espléndido aquello de volar…!
Y preguntó a una gallina que estaba junto a
ella:
– ¿Qué ave es?
– Es el águila, el rey de las aves, respondió la gallina.
– ¡Qué belleza! ¡Cómo me gustaría a mí volar así…!
– No pienses en ello, le dijo la gallina y añadió: Tú y yo somos diferentes de ella.
– Es el águila, el rey de las aves, respondió la gallina.
– ¡Qué belleza! ¡Cómo me gustaría a mí volar así…!
– No pienses en ello, le dijo la gallina y añadió: Tú y yo somos diferentes de ella.
De manera que el aguilucho no volvió a pensar
en ello. Y siguió creyendo que era una gallina de corral.
Un día el granjero recibió en su casa la
visita de un naturalista. Al pasar por el jardín, dice el naturalista: - Esa
ave que está ahí, no es una gallina. Es un águila.
- De hecho, dijo el hombre. Es un águila.
Pero yo la crié como gallina. Ya no es un águila. Es una gallina como las
otras.
- No, respondió el naturalista. Ella es y
será siempre un águila. Pues tiene el corazón de un águila. Este corazón la
hará un día volar a las alturas.
- No, insistió el campesino. Ya se ha vuelto
gallina y jamás volará como águila.
Entonces, decidieron, hacer una prueba. El
naturalista tomó al águila, la elevó muy alto y, desafiándola, dijo:
- Ya que de hecho eres un águila, ya que tú
perteneces al cielo y no a la tierra, entonces, abre tus alas y ¡vuela!
El águila se quedó, fija sobre el brazo
extendido del naturalista. Miraba distraídamente a su alrededor. Vio a las
gallinas allá abajo, comiendo granos. Y saltó junto a ellas.
El campesino comentó.
- Ya lo dije, ella se ha transformado en una
simple gallina.
- No, insistió de nuevo el naturalista, es un
águila y siempre será un águila. Mañana volveremos a experimentar nuevamente.
Al día siguiente, al naturalista subió con el
águila al techo de la casa. Le susurró:
- Águila, ya que tú eres un águila, abre tus
alas y ¡vuela!
Pero cuando el águila vio allá abajo a las
gallinas picoteando el suelo, saltó y fue a parar junto a ellas.
El campesino sonrió y volvió a la carga: Ya
se lo he dicho, se volvió gallina.
- No, respondió firmemente el naturalista. Es
águila y poseerá siempre un corazón de águila. Vamos a experimentar por última
vez. Mañana la haré volar.
Al día siguiente, el naturalista y el
campesino se levantaron muy temprano. Tomaron el águila, la llevaron hasta lo
alto de una montaña. El sol estaba saliendo y doraba los picos de las montañas.
El naturalista levantó el águila hacia lo alto y le ordenó:
- ¡Águila, ya que tú eres un águila, ya que
tu perteneces al cielo y no a la tierra, abre tus alas y vuela!
El águila miró alrededor. Temblaba, como si
experimentara su nueva vida, pero no voló. Entonces, el naturalista la agarró
firmemente en dirección al sol, de suerte que sus ojos se pudiesen llenar de
claridad y conseguir las dimensiones del vasto horizonte.
Fue cuando ella abrió sus potentes alas. Se
erguió soberana sobre sí misma. Y comenzó a volar, a volar hacia lo alto y a
volar cada vez más a las alturas. Voló y voló. Y nunca más volvió.
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