J. L. Martín Descalzo
Dicen
que en un pueblecito de la sierra madrileña, que bien pudo ser o Las Rozas o
Las Matas de hace ochenta años, o sea con una pequeña ermita, cuatro casas y
aun apeadero de ferrocarril donde ja-más paró un tren. Pues dicen que un día se
corrió la voz de que Dios, nada menos, iba pasar por el pueblo camino de la
capital del Reino.
Los
cuatro vecinos, el alcalde, el viejo cura, los pastores trashuman-tes que
guardaban sus rebaños, los vendedores ambulantes, todos se pusieron a limpiar
el pueblo, a arrancar los cardos borriqueros, a colgar un cartel diciendo
“Vienvenido”, con dos UVES para mayor redundancia, y hasta se pusieron bombillas
nuevas en el apeadero, que estaban todas rotas por los tirachinas de los
mozalbetes acostumbrados a correr delante de Rocambole, el bigotudo guarda del
paso a nivel.
Y
el viejo sacristán, en su tiempo albañil, hombre bueno donde los haya, fue
enviado de vigía a un castillete del camino, que no hay otro que el que se ve a
la izquierda del camino real antes de entrar al pueblo… Y el bueno del
sacristán, mientras entornaba sus ojos can-sados para ver en la lejanía,
pensaba, como las lecturas de hoy nos han dicho, que qué momento estaba
viviendo el pueblo, que nadie podía dormirse y menos él, que no sabía como
vendría el Señor, pero él había odio al cura decir que vendría en son de paz,
no como esas pandillas de otros pueblos que venían con piedras y palos, que
ven-dría como juez misericordioso como el mismo vigía anhelaba y necesitaba por
lo que él llamaba su turbulenta juventud.
Pasaron
los días, pasaron las semanas, pasaron los meses. Los obre-ros regresaron a sus
trabajos, el alcalde se peleó con el cura causan-te del bulo, el apeadero
perdió sus bombillas, sólo el viejo sacristán, convertido en vigía seguía
esperando.
Hasta
que un día frotándose la enmarañada barba de meses suspiró.
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Señor, ¿dónde estás?
Y
oyó una voz cariñosa:
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Aquí contigo
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Pero, ¿desde cuándo, Señor?
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Desde que empezaste a desear que llegara…
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