Había una vez en un pequeño pueblo rodeado de colinas, un abuelo llamado Esteban y su nieto, Martín. Esteban era un hombre paciente, conocido por sus manos firmes de labrador y sus historias que siempre tenían algo que enseñar. Martín, por otro lado, era un niño inquieto, lleno de curiosidad, pero con un rechazo hacia algo que se había vuelto una constante pelea en casa: la tarea escolar.
Una tarde, mientras los rayos dorados del sol acariciaban los campos, Martín llegó a casa de su abuelo arrastrando los pies. Su madre había pedido que lo cuidara unas horas porque estaba atacada de los nervios después de intentar, sin éxito, que el niño terminara sus deberes.
— ¿Qué te pasa, Martín? -preguntó Esteban mientras el niño se sentaba en la vieja silla junto al fuego.
— Es la tarea, abuelo. ¡Es aburrida, no la entiendo y no quiero hacerla! -respondió Martín, cruzando los brazos enfadado.
El abuelo lo observó en silencio y luego se levantó. Fue hasta un rincón de la casa y regresó con un saco lleno de piedras.
— Martín, ayúdame con esto -le dijo, colocando el saco frente a él.
Martín lo miró con extrañeza.
— ¿Qué es esto, abuelo? Está lleno de piedras.
— Quiero que me ayudes a llevarlo al otro lado del campo.
— ¡Pero pesa mucho! ¿Para qué? protestó el niño.
— Te lo explicaré mientras caminamos -dijo el abuelo sonriendo.
A regañadientes, Martín tomó el saco y comenzó a caminar junto a su abuelo. El camino era largo, y las piedras parecían volverse más pesadas con cada paso.
— ¿Sabes, Martín? -dijo Esteban después de un rato-. La tarea que te ponen en la escuela es como este saco. Puede parecer inútil, aburrido y pesado. Pero, ¿sabes qué pasaría si alguien lleva un saco así todos los días?
Martín lo miró, sofocado por el esfuerzo.
— ¿Qué?
— Sus brazos se vuelven más fuertes -dijo Esteban con una sonrisa-. La tarea no es para fastidiarte, hijo. Es para que tu mente se fortalezca. Para que un día, cuando te enfrentes a problemas más grandes que este saco de piedras, sepas cómo resolverlos.
Martín frunció el ceño, pensando en lo que su abuelo había dicho.
— ¿Y si no quiero hacerlo, abuelo?
Esteban se detuvo y miró al niño con ternura.
— Entonces alguien más llevará el saco por ti. Pero, ¿quieres depender de otros toda tu vida?
El niño no respondió, pero sus pasos se hicieron más firmes. Al llegar al otro lado del campo, Esteban le pidió que dejara el saco en el suelo.
— ¿Sabes, Martín? -dijo mientras se sentaban bajo un árbol-. Yo también odiaba llevar sacos cuando era niño. Pero ahora, cada vez que cargo uno, recuerdo que puedo hacerlo porque ya lo he hecho antes.
Martín miró el saco y luego a su abuelo. Algo en sus palabras había hecho eco en su corazón.
Esa noche, cuando su madre vino a recogerlo, Martín le pidió que se sentara a su lado mientras hacía su tarea. No fue fácil, y no terminó todo, pero por primera vez no se rindió.
A veces, las cosas que parecen más pesadas son las que nos hacen más fuertes. La vida no siempre será amable, pero cada pequeño esfuerzo nos prepara para enfrentarla con más valor. Y en esos momentos de duda, tal vez lo único que necesitemos sea alguien como Esteban, que nos recuerde que lo pesado no es un castigo, sino un entrenamiento para el alma.
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