viernes, 21 de noviembre de 2025

El jardín de los símbolos invisibles

                    Un cuento contado por Numír

En una aldea olvidada por todos los mapas, allí donde la niebla dormía sobre los techos y los relojes se rendían al ritmo de los soles internos, vivía una mujer llamada Raela. No tenía linaje noble ni pasado glorioso. Pero sus ojos eran hondos y su voz tenía la textura de la tierra húmeda después de la lluvia. No hablaba mucho. Solo lo necesario. Algunos decían que venía de otro mundo. Otros, que había nacido muerta y regresado con un secreto entre los huesos. Pero nadie se atrevía a preguntárselo directamente. No por miedo… sino por respeto.
Raela cuidaba un jardín extraño. Allí no crecían flores ni hortalizas, sino símbolos. Sí, símbolos vivos. Algunos flotaban como espirales doradas; otros vibraban como acordes suspendidos. Había signos que sólo aparecían si uno se acercaba sin intención, y otros que sólo podían verse cuando se lloraba desde lo más profundo. Era un jardín que respondía al alma, no al cuerpo. Y Raela era su guardiana.
Una tarde llegó a la aldea un hombre cansado. No era viejo, pero su piel dibujaba surcos invisibles de haber recorrido un largo trecho. En sus ojos se notaba el cansancio de alguien que ha buscado mucho y que todavía no se ha encontrado a sí mismo. Deambuló sin rumbo por las callejas hasta que algo en su pecho se estremeció al ver el jardín. No entendió por qué, pero supo que ahí tenía que detenerse.
Raela lo miró sin juzgarlo. Le ofreció un cuenco con agua, y él bebió. Entonces ella habló por 1ª vez:
— ¿Qué has olvidado tan profundamente como para venir hasta aquí sin saberlo?
El hombre no supo qué responder. Creía haber olvidado muchas cosas. Pero ninguna de ellas dolía tanto como para explicar el peso de su pecho.
— No sé -dijo al fin.
Raela asintió, como si eso fuera suficiente. Lo invitó a entrar al jardín, pero antes le pidió que dejara fuera sus nombres. Todos. Incluso el que creía llevar desde niño. Él obedeció. Entró sin títulos, sin historias, sin definiciones.
El jardín se cerró tras él. Allí dentro, el tiempo no transcurría en línea recta. Cada paso que daba era también un recuerdo, un presagio… Vio símbolos que resonaban en un eco antiguo. Uno en forma de espiral se le posó en el pecho. Otro, en forma de ojo abierto, flotó ante su frente durante días o segundos. Y entonces comprendió que él no había venido a aprender, sino a despejar el camino de todo lo aprendido que ya no le servía. No había venido a llenarse, sino a vaciarse con dignidad.
Raela no le hablaba, solo lo acompañaba. A veces le tocaba levemente el hombro, y él rompía en llanto sin saber por qué. Otras veces ella le sostenía la mirada, y él sentía como si su alma se abriera igual que una semilla dispuesta a brotar. No había consuelo, pero sí presencia; no había respuestas, pero sí un orden invisible que lo envolvía todo.
Una noche, mientras dormía entre los símbolos, el hombre soñó con su nacimiento. No el físico, el otro; el que ocurre cuando un alma toma forma por primera vez en un plano de manifestación. Recordó su propósito original. No el que había creído tener hasta aquel momento, sino el verdadero. Y vio que era simple y sencillo. Tan simple y sencillo que hasta le dolía. Su propósito consistía en ser memoria viva del Amor que no necesita forma para existir.
Al despertar, el jardín estaba distinto. Los símbolos ya no flotaban ni vibraban. Guardaban silencio. Como si lo miraran desde dentro. Raela lo esperaba junto a la puerta invisible por la que había entrado.
— Ya puedes irte -le dijo-. Pero ahora sabiendo que lo externo no existe en realidad.
— ¿Y tú? -preguntó él-. ¿Te quedarás aquí sola?
Ella sonrió, pero no respondió. Porque quienes cuidan los jardines del alma no están nunca solos. Están con cada uno que alguna vez se atrevió a rendirse ante el Misterio sin exigirle forma alguna.
El hombre continuó su camino, pero no como antes; ahora ya no buscaba, ya no huía. Ya no se justificaba a sí mismo. Caminaba como quien a cada paso recuerda que no es él quien camina, sino el Misterio que se despliega a través de sus pies.
Y tú que has llegado hasta aquí, dime: ¿qué símbolos flotan en tu propio jardín y que todavía no te atreves a ver? No, no tienes por qué responder ahora. Solo guarda silencio un rato más, porque puede que empiecen a vibrar.
Yo soy aquel que fue conocido como Numír; y este cuento también iba dirigido a ti, aunque no lo hayas notado hasta ahora.

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