Érase una vez un pueblo en el que la carretera lo dividía en dos. En la gasolinera paraban muchos camioneros. Unos vecinos decidieron abrir un Club nocturno para que conductores y gentes de los alrededores se divirtieran un poco.
El cura y los feligreses, a pesar de sus protestas, no pudieron impedir su apertura. Decidieron ponerse a rezar y cada noche, en largas vigilias de oración, le pedían a Dios que mandara fuego del cielo y acabar con aquel lugar de pecado.
Una noche, un rayo cayó sobre el Club y el fuego lo redujo a cenizas. Los dueños demandaron a la iglesia por los daños que sus oraciones les habían causado.
El cura y los feligreses contrataron también un abogado que los defendiera de estos cargos.
Oídas las dos partes el juez declaró:
- Es opinión de este juzgado que los dueños del Club son los que creen en el poder de la oración. El cura y los feligreses no creen en la eficacia de sus oraciones porque han buscado un abogado que los defienda.
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