sábado, 8 de noviembre de 2025

Andrés y la abuela

Había una abuela que tenía tres nietos y dos nietas.
Todos la querían mucho. La visitaban en el campo, bebían leche recién ordeñada, comían pasteles que ella horneaba al alba y se relajaban juntos bajo la sombra de un viejo naranjo. Crecieron escuchando sus historias, aprendiendo de su paciencia y su bondad silenciosa. La abuela los miraba con ojos que no juzgaban, sino que acogían. Y estaba profundamente orgullosa de ellos.
Todos… excepto Andrés. Andrés era el nieto que siempre parecía fuera de lugar. Le iba mal en la escuela, se escapaba de casa, mentía, robaba pequeñas cosas -a veces por necesidad, a veces por rabia, a veces solo porque no sabía cómo pedir ayuda-. Pasó un tiempo en la cárcel. La familia, avergonzada, empezó a hablar de él en susurros. Con el tiempo, dejaron de invitarlo a las reuniones. “No es como los demás”, decían, como si el amor pudiera medirse en logros o en buen comportamiento.
Los otros cuatro nietos, mientras tanto, se reunían con frecuencia. Reían, recordaban anécdotas, y a menudo, entre bocado y bocado de pastel, volvía el mismo juego:
— ¿Quién crees que más quiere a la abuela?
— ¡Yo, claro! Siempre la visito.
— Pero yo le escribo cartas…
— ¡Yo le traigo flores cada primavera!
Era su debate favorito. Inocente, quizás. Pero también revelador.
Una primavera, los vecinos llamaron con una mala noticia: la abuela había sufrido un derrame cerebral. Necesitaba a su familia. Pero afuera, el mundo se deshacía: la nieve se derretía, la lluvia no cesaba, y los caminos se habían convertido en ríos de barro. Conducir era peligroso. “Esperaremos unos días”, dijeron los nietos. “Cuando mejore el clima, iremos todos juntos”.
Pero Andrés no esperó. Vendió la única chaqueta decente que tenía para comprar un billete de tren. Tomó un autobús hasta donde pudo. Y luego, con la aguanieve azotando su rostro y el barro hasta las rodillas, caminó dos horas sin abrigo, sin comida, sin más compañía que su miedo y su amor.
Llegó al hospital con las manos vacías. No traía flores, ni pasteles, ni regalos envueltos en papel brillante. Pero con esas manos vacías, le cambió las sábanas, le sostuvo la cabeza cuando tosía, le llevó la bacinilla con la misma ternura con la que ella alguna vez le limpió las rodillas sangrantes. Se quedó a dormir en su casa vacía, para poder volver al hospital cada mañana antes del alba.
Y poco a poco, la abuela despertó. No solo de la enfermedad, sino de una verdad que ya intuía, pero que ahora veía con claridad absoluta.
Cuando el camino se secó y el resto de la familia llegó -con cestas de frutas, ramos de flores silvestres y pasteles envueltos en servilletas bordadas-, Andrés ya se había ido. Nunca fue bien recibido entre ellos. Prefería desaparecer antes que enfrentar sus miradas de distancia.
Se sentaron alrededor de la mesa, como siempre. Sirvieron té, partieron pasteles… y volvieron a su viejo juego:
— ¿Quién crees que más quiere a la abuela?
Esta vez, la abuela no respondió. Solo sonrió con los ojos húmedos.
Ya había firmado su testamento. La casa del campo, con su naranjo y su huerto, se la dejó a Andrés.
Porque había aprendido algo sobre el amor: No es el que llega con las manos llenas, sino el que llega con el corazón abierto. No es el que demuestra, sino el que se entrega. No es el que dice “te quiero”, sino el que, en medio del barro y la tormenta, camina sin abrigo solo para estar a tu lado.
Y a veces, el amor más verdadero viene disfrazado de quien todos han olvidado… pero que nunca dejó de recordarte.

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