Érase una iglesia construida en lo alto
de una montaña de Suiza. La iglesia era muy hermosa y había sido edificada con
mucho cuidado. Pero la iglesia no disponía de iluminación.
Los domingos, al atardecer, la gente de
los alrededores contemplaba el mismo milagro. Las campanas sonaban y los
feligreses subían lentamente la colina para la celebración dominical.
Entraban todos a la iglesia y ésta, de
repente, se llenaba de luz y de un gran resplandor. Y es que los feligreses
subían sus antorchas, las encendían y las colocaban en las paredes para que su
luz llenara toda la iglesia. Si los fieles eran pocos la luz era muy tenue,
pero si eran muchos la luz era mucho más intensa.
Terminada la celebración, los fieles
regresaban a casa con sus antorchas encendidas y los que los veían bajar la
colina contemplaban un gran río de luz que salía de la iglesia e iluminaba la
montaña.
La iglesia de la montaña se convertía en
verdadera iglesia cuando se llenaba de gente, en esos momentos era cuando todos
los creyentes eran luz para los no creyentes y se hacía verdad la palabra de
Jesús: “vosotros sois la luz del mundo”.
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