Canal Asombroso.
Entré medio borracho a casa, y allí estaba mi padre, de pie, con una gran sonrisa en su rostro. Se veía a la legua que estaba feliz de verme llegar.
— Pasa, hijo, ¡qué bueno que has llegado! -me dijo entusiasmado-. ¿Y mi nuera?
— Disculpa, papa, por la hora. Casi se acaba el día. Ya sabes, cada año vamos a casa de mi suegro, y se enfada si no vamos.
— No te preocupes, hijo mío. Lo bueno es que estás aquí.
— Tampoco le traigo regalo, papa. Laura le compró uno bien caro a su papá y me dejó sin nada.
— No te preocupes, hijo. Yo solo he estado esperando todo el día a que llegaras. Ese es mi mejor regalo, que estás aquí, mi único hijo. Te he preparado lo que tanto te gustaba de chico.
— No, no, no, papa, ya me voy. Laura ya me está pitando desde el coche. Sigue disfrutando. Vengo la semana que viene.
— A qué caray, ya te vas, caramba.
— Pues sí, pero ya le digo, siga pasándoselo bien.
— ¿Pero con quién? Si estoy más solo que una planta en sequía. Pensé que te quedarías más rato. Hasta natillas te había hecho para que cenaras conmigo.
— Quisiera, papa, pero ya conoces a mi mujer, que no le gusta entrar aquí.
— No me quiere por pobre, hijo, pero tú así la escogiste.
— Cuídate, papa.
— Anda, hijo, Dios te bendiga. Acércate para darte su bendición.
— Hay papa, otro día, voy con prisa.
— Hasta la bendición me desprecias, canijo…
Eso fue lo último que le escuché decir, porque cuando volví la semana siguiente, lo encontré sin vida, y descompuesto. Sus manos, aferradas, sostenían la única foto en la que aparecíamos juntos en la feria de diciembre, cuando yo tenía ocho años.
Le lloré tanto... Mi papá vivió pobre, teniendo a un hijo profesional, pero una esposa egoísta. Pero no es culpa de ella, es mía. Solo mía, por cobarde e idiota.
Lo enterré en un cajón barato, sin Misa, porque teníamos que marcharnos a Vallarta, y ya teníamos los gastos calculados.
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