por Gisel Domínguez
Esa tarde fui al hospital con una canasta de empanadas. Encontré al señor Ramírez en su habitación, más delgado, más viejo, pero con los mismos ojos amables de aquel día en la esquina.
— Señora -dijo al verme-, no debió molestarse.
— Usted tampoco debió molestarse aquel día -respondí, sentándome junto a su cama-. Pero lo hizo. Y ahora nos toca a nosotros.
Mateo entró detrás de mí, con un dosier en las manos.
— Señor Ramírez, ya hablé con administración. Su tratamiento está cubierto. Totalmente.
— No puedo permitir...
— No es caridad -lo interrumpió Mateo, usando las mismas palabras que él había dicho hacía tantos años-. Es honrar lo que usted hizo por mí. Es cerrar el círculo.
El señor Ramírez lloró. Yo lloré. Mateo lloró.
— Mi madre estaría orgullosa -susurró el señor Ramírez-. Por fin logré lo que no pude hacer por ella: salvar una vida. Y esa vida salvó la mía.
Tomó una empanada de la canasta y sonrió.
— Siguen siendo las mejores empanadas de la ciudad.
Mateo lo curó. Seis meses después, el señor Ramírez estaba en revisión. Ahora viene cada domingo a comer empanadas conmigo y con Mateo. Me cuenta historias de su madre, esa mujer a la que nunca conocí pero a quien le debo todo.
A veces, la vida te quita todo. Pero otras veces, si tienes suerte, te devuelve más de lo que soñaste. No en cosas materiales, sino en algo mucho más valioso: la prueba de que la bondad nunca muere, solo se transforma, crece y regresa cuando más la necesitas.
jueves, 23 de octubre de 2025
La vendedora de empanadas 2ª parte
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario