miércoles, 22 de octubre de 2025

La vendedora de empanadas 1ª parte

            por Gisel Domínguez

“Vendía empanadas estando mi hijo enfermo. Un cliente me dijo que su madre había muerto de lo mismo… y me pagó un año de tratamiento.”


Recuerdo ese día como si fuera ayer, aunque han pasado más de veinte años. Estaba en la esquina de siempre, con mi canasta de empanadas recién hechas, tratando de sonreír a los viandantes mientras mi corazón se partía en pedazos. Mateo, mi hijo de ocho años, llevaba tres meses enfermo. Leucemia, habían dicho los doctores. Una palabra que sonaba como sentencia.
Esa tarde llegó un hombre de traje. No era del barrio, eso se notaba. Se detuvo frente a mi canasta y pidió tres empanadas de carne.
— ¿Están recién hechas? -preguntó.
— Sí, señor. De esta mañana, respondí, envolviendo las empanadas con manos temblorosas.
Me miró fijamente, y luego sus ojos se posaron en la foto que siempre llevaba prendida en mi delantal: Mateo sonriendo antes de la enfermedad.
— ¿Su hijo? -preguntó con suavidad.
Asentí, sintiendo un nudo en la garganta.
— Está enfermo. Leucemia.
El hombre cerró los ojos un momento. Cuando los abrió, brillaban con lágrimas contenidas.
— Mi madre murió de eso hace cinco años, dijo. No pudimos pagar el tratamiento a tiempo. Vendí todo lo que tenía, pero no alcanzó.
Se me escapó un sollozo. Él puso su mano sobre la mía.
— ¿Cuánto cuesta el tratamiento de su hijo?
— No lo sé exactamente, señor. Miles de dólares. Cientos de miles. Más de lo que puedo juntar vendiendo empanadas toda mi vida.
Sacó su billetera y extrajo una tarjeta de presentación.
— Soy el dueño de una empresa textil. Hice mi fortuna después de perder a mi madre, pero llegó tarde para ella -sacó también su chequera-. No puedo devolverle la vida a mi madre, pero sí puedo darle una oportunidad a su hijo.
— Señor, yo no puedo aceptar...
— No es caridad -interrumpió, mientras escribía-. Es honrar la memoria de mi madre. Es hacer lo que no pude hacer por ella.
Me extendió el cheque. Cuando vi la cantidad, mis rodillas flaquearon. Un año completo de tratamiento. Todo lo que Mateo necesitaba.
— ¿Por qué? -susurré-. ¿Por qué hace esto?
— Porque alguien tendría que haberlo hecho por mí -respondió simplemente-. Y porque su hijo merece una oportunidad..
Los años pasaron como un milagro. Mateo se recuperó. Creció fuerte, brillante, determinado. "Voy a ser médico, mamá", me dijo a los doce años. "Voy a curar a niños como yo."
Y lo hizo. Se graduó con matrícula, se especializó en oncología pediátrica. Yo seguí con mis empanadas, pero ahora en un pequeño local que pude abrir. Mateo me visitaba cada domingo, siempre con ese abrazo que me recordaba por qué había valido la pena cada sacrificio.
Un domingo llegó más temprano que de costumbre, con una expresión extraña en el rostro.
— Mamá, necesito contarte algo.
— ¿Qué pasa, mi amor?
— Hoy atendí a un paciente en el hospital. Un hombre mayor, con cáncer avanzado. Cuando revisé su historial, el nombre me sonó familiar. -Hizo una pausa-. Era él, mamá. El señor Ramírez. El hombre que pagó mi tratamiento.
Se me cortó la respiración.
— ¿Cómo está?
— No bien. Lleva meses sin tratarse. Dice que ya vivió suficiente, que ya cumplió su propósito.
— Tienes que curarlo, Mateo.
— Ya hablé con él. Le dije quién era yo. ¿Sabes qué me respondió?
Negué con la cabeza, las lágrimas corrían por mis mejillas.
— Me tomó la mano y dijo: "Entonces mi madre no murió en vano. Mírate. Eres la respuesta a la oración que hice junto a su cama hace veinticinco años. Le pedí que su muerte sirviera para algo bueno en este mundo. Y aquí estás tú, salvando vidas."

Mañana la segunda parte. ¡¡No te la pierdas!!


No hay comentarios:

Publicar un comentario