En una bella ciudad,
había una gran parroquia llena de vitalidad.
Una mañana el
sacerdote recibió una visita inesperada. Se trataba de un joven de la parroquia
que venía a darle una mala noticia:
- He decidido
abandonar la Iglesia, padre.
- ¿Y eso?
-preguntó el cura, asombrado.
El muchacho
comenzó a enumerar todas las cosas que veía mal: que si este critica, que si
esa es una hipócrita, que los responsables son una panda de víboras...
- Así no se
puede, padre, no aguanto más -sentenció el joven- Así que me voy.
- Antes de marcharte,
¿puedes hacer una cosa? -preguntó el sacerdote sonriente- Coge un vaso, llénalo
de agua hasta arriba, da siete vueltas alrededor del templo y, después, vuelve.
El joven lo
hizo. Al cabo de un buen rato, llegó de nuevo a la sacristía.
- ¿Se te ha caído
el agua?
El joven sonrió
ufano:
- Sabía que ibas
a preguntarme eso... ¡No se me ha caído ni una gota!
- ¿Seguro?
- ¡Por supuesto!
He ido con muchísimo cuidado.
- Magnífico
-sonrió el sacerdote- Y, dime... ¿a quién has visto mientras caminabas?
El muchacho se
quedó bloqueado.
- Eh... pues...
Iba tan concentrado mirando el vaso, que no he visto nada más...
- Exacto -susurró
el cura- del mismo modo, solo es cuestión de que centres tu atención, no en los
fallos de los demás, sino en Jesucristo...
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