domingo, 4 de julio de 2021

Los ojos son el espejo del alma

Cuentan que en una tribu primitiva apareció un hombre civilizado que llamó la atención de sus habitantes: gallardo, apuesto, hábil cazador, fuerte guerrero, inteligente estratega, amable conversador.
Vivía en la tienda del jefe de la tribu, siempre acompañado de un cofre que contenía un misterioso objeto de cristal, ante el cual el extranjero, todas las noches, pasaba grandes ratos.
Después de muchas lunas, el extranjero desapareció inesperadamente. Y olvidó su cofre, su misterioso amuleto.
El jefe lo encontró casualmente y lo escondió, para poder contemplarlo, también él, largamente al anochecer, cosa que su mujer dedujo, pues lo notaba cada vez más parecido al admirado extranjero: prudente, hábil, fuerte, ilusionado… Se convirtió en un jefe magnánimo, en un esposo delicado y un padre cariñoso.
Esto le hizo sospechar que el cofre poseía la imagen de una bella mujer, de la que, enamorado, sacaba fuerzas e ilusiones, escondidas antes. Un día logró arrebatárselo sin ser vista y, ella también, pasaba horas por la noche, adorando la prodigiosa estatua: fue cambiando su carácter y trato, y sus maneras fueron cada vez más femeninas, amables, solidarias y comprensivas.
También el hechicero sospechó y temió que el extranjero hubiera dejado un amuleto o un ungüento mágico, de fuerzas superiores a las por él conocidas. No le costó hacerse con el cofre, con cuya contemplación reiterada consiguió mejorar sus artes sanatorias y sus proféticas intuiciones…
A los pocos meses, apareció de improviso el desaparecido dueño del milagroso cofre y dijo sencillamente:
- «Por favor, ¿alguien podría decirme si ha visto un cofre con un espejo dentro? Porque, si no logro ver, cada poco, el fondo de mi mismo, nunca lograré saber dónde ir, ni qué hacer de mí».

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