martes, 12 de octubre de 2021

El ciego y el paralítico

"En una ciudad de Asia había dos desgraciados, tullido el uno, el otro ciego, y pobres los dos. Rogaban al cielo que pusiera fin a sus vidas; mas sus gritos eran superfluos, no podían morir. Nuestro paralítico, tendido sobre un jergón en plena vía pública, sufría sin que nadie se compadeciera de él; doble era el sufrimiento.
El ciego, a quien todo le molestaba, se hallaba sin guía, sin sostén, sin tener siquiera un perro para amarle y conducirle.
Cierto día ocurrió que el ciego, a tientas, llegó a una esquina y se quedó junto al inválido; oyó sus gritos, quedó profundamente conmovido.
No hay más que los desgraciados que se compadezcan mutuamente.
- "Yo tengo mis males -le dijo-, y vos tenéis los vuestros: unámoslos, hermano; serán menos terribles."
- "¡Ay! -dijo el tullido-, ignoráis hermano, que yo no puedo dar ni un paso; y que vos mismo no veis nada. ¿De qué nos servirá unir nuestras desgracias?"
- "Escucha -repuso el ciego-, entre ambos poseemos todo lo necesario; yo tengo piernas y vos un par de ojos: yo os llevaré a cuestas y vos seréis mi guía, tus ojos dirigirán mis pasos inseguros, y mis piernas, a su vez, irán donde quieras. Así, sin que jamás nuestra amistad decida quién de los dos tiene mayor utilidad, yo andaré por vos y vos veréis por mi".

Ayudémonos mutuamente; el peso de las desgracias será así más ligero; el bien hecho a un hermano es un alivio para nuestros propios males.

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