Hacía mucho
frío y un vientecillo del Norte que pelaba. El párroco, con paso firme y muy
ligero, acurrucado en su sotana y con la bufanda tapado por encima de la nariz,
atravesaba la plaza. Se dirigía a la iglesia para preparar y adornar el altar.
En unas horas se celebraría la Misa del Gallo y no sabía cómo se las iba a
arreglar para terminar el Belén grande que colocaba delante del altar, pues no
tenía figuras de pastores aquella humilde parroquia. Al llegar a la puerta se
encontró a una anciana que, rebujada en una raída manta apretaba a tres
pequeñines, intentando guarecerlos del intenso frío. No eran del pueblo. El
párroco jamás los había visto.
- ¡Hola
señora! ¿Qué hace usted aquí y con estas pobres criaturas?
- Verá usted
Padre, íbamos por la carretera haciendo autostop, nadie nos subía a su coche y
como ya se hacía de noche, decidí que la pasaríamos aquí al abrigo del porche,
hasta emprender de nuevo el camino.
El cura les
invitó a pasar dentro de la iglesia y les proporcionó calor y alimentos. Para
la Misa, les propuso que hicieran de figuras de aquel Belén: a la anciana la
vistió de pastora y a los niños de pastorcillos, los colocó en el altar y les
rogó que no se movieran. Lo hicieron tan bien que, los feligreses, llegaron a
creer que eran figuras de cera construidas a tamaño natural.
El Párroco
en la puerta, despedía a todos los asistentes que, muy emocionados, le
felicitaban por aquel logro. “Parece como un milagro”, agregaban.
Tras cerrar
la puerta, el párroco se dirigió al altar con el fin de aposentar a la anciana
y sus pequeñines en la Sacristía, pero cual fue su sorpresa cuando comprobó que
allí no había nadie. Buscó por todos los rincones de la Iglesia y, ¡nada!,
¡habían desaparecido! Al final, este buen cura no hacía más que pensar: “¿Habrá
sido un milagro?, tendré que pensar como mis feligreses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario