María Rosa Leoni
Esa mañana se levantó malhumorado, como
casi todos los días, no quiso desayunar, se alejó de la casa refunfuñando, llegó
hasta los álamos que siempre le servían de refugio cuando su humor se le escapaba
de las manos.
Desde que la hija joven murió, él se volvió
un hombre huraño. Se fue alejando de la familia y de los pocos amigos que
tenía. Ahí estaba, triste, con esa tristeza que solo puede tener un padre cuando
la muerte le arrebata el ser más preciado que es un hijo.
Lloraba en silencio, junto a los sauces, no
dejaba ver su dolor, pensaría tal vez que su hombría se vería reducida. ¡Cuan
equivocado estaba!
En casa su mujer y los otros hijos sufrían
igual que él o quizás más, ya que al dolor de la pérdida se sumaba la angustia
de ver al esposo y al padre que no lloraba delante de ellos, pero llevaba su dolor
con una depresión que lo estaba acabando.
Ahí estaba sentado en el viejo tronco que
hacía años había caído, donde solía sentarse con Sol, así se llamaba ella, en
las tardes de otoño cuando el calor ya se marchaba y las hojas de los árboles
caían, ella con sus hermanos chapoteaban las hojas secas haciéndolas sonar con ese
sonido tan particular.
El silencio era muy grande, era otoño, las
hojas estaban en la tierra nuevamente, no había viento; de pronto las hojas comenzaron
a crujir, giró su cabeza y no vio a nadie, pensó en algún perro que le había
seguido. Volvió a cogerse la cara con las manos, y otra vez el ruido, ahora acompañado
por una música celestial; miró hacia el lugar de donde provenían y una luz celeste
iluminó el lugar, allí estaba ella, Sol había regresado y lo llamaba con su manita,
agitándola suavemente.
Quedó paralizado, no podía creer lo que estaba
viendo, estiró sus manos y Sol las alcanzó, un escalofrío corrió por su cuerpo.
La miró a los ojos, ¡esos ojos azules que tanto extrañaba!
Ella no hablaba, con la mirada le transmitió
la paz que necesitaba, que lo quería ver bien, que ella estaba en paz, que se lo
transmitiera a los hermanos y a la mamá, para que le permitan elevarse y encontrar
la luz tan anhelada, pues mientras ellos siguieran con tanta tristeza le sería
imposible encontrar el camino. Le entregó una flor azul y se marchó.
Una inmensa paz sintió en su corazón,
corrió hasta su casa para contar lo sucedido, a medida que avanzaba la flor se
multiplicaba, cuando llegó ya era un hermoso ramo de rosas azules, que según cuentan
los que cuentan “nunca se marchitaron y aun hoy después de tanto tiempo puede
verse en el jarrón en la casa del campo, de los abuelos”.
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