Sucedió en Canadá,
hace muchos años. Un sacerdote, en un largo viaje a caballo por un extenso bosque,
llegó hasta un claro y se paró a descansar. Unos hombres ennegrecidos, vestidos
con harapos, apilaban leña para hacer carbón. Saltó del caballo y se acercó: Lo
recibieron con alegría.
– ¿Son ustedes
católicos?
– Si, lo somos -contestó
uno de ellos.
– ¿Y rezan
aquí, en medio de este bosque?
– Rezamos por
la mañana e incluso durante el día, en el trabajo.
El sacerdote le
pidió que rezara el padrenuestro y el avemaría. Pero no sabía.
– ¿Estás bautizado?
– Sí. Me bautizó
un padre que hace muchos años pasó por mi cabaña. Solamente tuvo tiempo de explicarme
algo sobre Jesús, sobre María la Virgen y el bautismo. Después me recomendó que
me confesara y recibiera la comunión, cuando encontrarse otro padre. Usted es
el primero.
– Pero, ¿cómo
rezas?
– Todos los días
cuando me levantó, digo: ‘Aquí estoy, Señor. Tu carbonero despertó. Te quiero
mucho y quisiera llevarte vivo en mi corazón’. Después me voy a trabajar.
Durante el día repito que lo amo y no quiero perderlo. No sé decir otra cosa…
El sacerdote
quedó admirado de la profundidad de aquella sencilla oración, que no se
encuentra en los libros, pero que estaba en el corazón de aquellos hombres y
les había ayudado a mantener viva la fe.
La fe es gratuita y por eso mismo se expresa
en la oración. Fe es esperar de Dios aquello que él quiere darnos; no debemos empeñarnos
en querer ser nosotros mismos la medida del proyecto de Dios. Es esperar de
Dios, no de nosotros mismos ni de nuestras obras
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