Érase una vez
un viejo monasterio, situado en el centro de un enorme y frondoso bosque, en el
que vivían muchos frailes. Cada fraile tenía una misión diferente. Así había un
fraile portero, otro médico, otro cocinero, otro bibliotecario, otro pastor,
otro jardinero, otro hortelano, otro maestro, otro boticario. Es decir, había un
fraile para cada oficio y todos llevaban una vida monástica entregada al
estudio y a la oración. Como en todos los monasterios, el fraile que más
mandaba era el abad.
Se cuenta que
había llegado a oídos del señor obispo de aquella región que el abad del monasterio
era un poco tonto y no estaba a la altura de su cargo. Para comprobar las
habladurías de la gente le hizo llamar y le dio un año de plazo para que
resolviera los tres enigmas siguientes:
1.º) Si yo
quisiera dar la vuelta al mundo, ¿cuánto tardaría?
2.º) Si yo quisiera
venderme, ¿cuánto valdría?
3.º) ¿Qué cosa
estoy yo pensando que no es verdad?
El abad regresó
al monasterio y se sentó en su despacho a pensar y pensar, y pensó tanto que
por las orejas le salía humo. Se pasaba todo el día pensando, pero no se le ocurría
nada; pensar sólo le daba un fuerte dolor de cabeza. Hasta entró en la
biblioteca del monasterio por primera vez en su vida para buscar y rebuscar en
los libros las soluciones y las respuestas que necesitaba.
Pasaba el
tiempo sin que el abad resolviera los enigmas que le había planteado el señor obispo.
Cuando ya quedaban pocos días para que se cumpliera el año de plazo salió a
pasear por el bosque y se sentó desesperado debajo de un árbol. Un joven y
humilde fraile pastor que estaba cuidando las ovejas del monasterio le oyó
lamentarse y le preguntó qué le ocurría.
El abad le
contó la entrevista con el señor obispo y los tres enigmas que le había
planteado para probar sus conocimientos.
El frailecillo
le dijo que no se preocupara más porque él sabría cómo contestar al señor
obispo. Así que, el mismo día que se terminaba el año de plazo, se presentó el
joven fraile ante el señor obispo disfrazado con el hábito del abad y la cabeza
cubierta con la capucha para que el obispo no pudiera reconocerlo. Después de
recibirlo, el señor obispo quiso saber las respuestas a sus enigmas y volvió a
plantear al falso abad la primera pregunta:
- Si yo
quisiera dar la vuelta al mundo... ¿cuánto tardaría?
- Si su
ilustrísima caminara tan deprisa como el sol -contestó rápidamente el
frailecillo- sólo tardaría veinticuatro horas.
El obispo,
después de pensarlo un rato, quedó satisfecho con la respuesta, así que pasó a
la segunda pregunta.
- Si yo
quisiera venderme... ¿cuánto valdría?
El frailecillo
respondió sin dudarlo:
- Quince
monedas de plata.
Cuando el obispo
oyó esta respuesta preguntó:
- ¿Por qué
quince monedas?
- Porque a
Jesucristo lo vendieron por treinta monedas de plata y es lógico pensar que su
ilustrísima valga sólo la mitad.
Le iban convenciendo
al señor obispo las respuestas de aquel abad y empezaba a pensar que no era tan
tonto como le habían dicho. Entonces realizó la tercera y última pregunta:
- ¿Qué cosa
estoy yo pensando que no es verdad?
- Su
ilustrísima piensa que yo soy el abad del monasterio cuando en realidad sólo
soy el fraile que cuida de las ovejas.
Entonces el
obispo, dándose cuenta de la inteligencia de aquel joven fraile, decidió que el
frailecillo ocupara el cargo de abad y que el abad se encargara de las ovejas.
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