Llamada resucitante al
móvil de Malena (Midrash evangélico)
Aún no eran las nueve de
la mañana cuando llegó Malena a casa de Salomé, donde se hospedaba la madre de
Jesús. Subió sin respirar hasta la terraza. María, sentada con un cuenco de
leche en su mano, respiraba a pleno pulmón la fragancia de la primavera palestina,
la mirada perdida hacia la ruta de Belén, con aire de soñar despierta.
– ¡Madre!, ¡Madre!, ¡Que está vivo, que me ha llamado!. ¡Madre!, ¡Madre! ¡Que
está vivo, que me ha llamado!.
– Radiante vienes Malena, ¿a quién te has encontrado por el camino? (Dic nobis,
Maria, quid vidisti in via).
Te cuento, madre, te cuento. Yo salí de madrugada, (valde mane una sabbatorum
(Jn 20)), al cementerio. La verja del huerto, cerrada con llave; marco el
número del conserje y no contesta; intento colarme por la puerta de servicio,
en ese momento suena el móvil. «Vaya, por fin, ¿dónde se había metido usted,
Cirineo?, si no puede venir, dígame donde demonios ha escondido las llaves,
para que las encuentre y abra».
Una voz en off dijo.
– ¿No me reconoces?
– ¿No es usted el conserje, el Cirineo?, le pregunto.
La misma voz, pero esta vez en tono familiar, dijo:
– María, amor mío.
– Cielo, ¿eres tú? ¿Cómo es posible, desde tan lejos?
– No estoy lejos, en la eternidad la cobertura es perfecta.
– ¿De dónde llamas?»
– Desde aquí, a tu espalda.
Me volví… y era Él.
– ¡Rabboni!, dije, y me fui a echar en sus brazos, pero su figura como que se
difuminaba. Antes de desaparecer me dijo:
– En los abrazos del más acá siempre está la piel por medio, por más dentro que
penetres, sigues estando fuera. Pero si subes a Abba, abrazas desde allí a
todos y todas de otra manera.
Anda, corre a decírselo a la pandilla entera. Pero no empieces por Tomás, que,
por mucho que le gustes -ya ves con qué ojos celosos mira siempre-, no te va a
creer. Ve primero a Juan, que tiene algo de eso que sabéis cultivar vosotras:
ojos para ver y oídos para entender. Él es poeta y por eso puede comprender la
Palabra».
La madre de Jesús escuchaba sonriente a Malena.
– Claro, ya sabía que iba a contactar contigo. Me acababa de llamar a mí.
– Naturalmente, la madre primero, dijo Malena.
– Bueno, no sé qué te diga, era para preguntar por tu número. Fui yo quien le
dio el de tu móvil. Cuando el despojo de las vestiduras le habían quitado el
suyo, en el que tu dirección iba en cabeza.
– Pero lo que no me gusta, -dijo Malena-, es que aparezca tan poquito tiempo y
enseguida se vaya.
– Ya dijo Él que nos conviene que se vaya, para que venga la Ruah a hacérnoslo
presente.
– Sí, pero no lo tocamos y palpamos con estas manos de carne.
– Por algo dice él: suéltame (Noli me tangere, Jn 20), que tengo que irme a
Abba, para que viváis dentro de mí como yo vivo dentro de Abba.
– Pero, madre, eso cuesta mucho, porque se le echa de menos y eso nos hace
sufrir.
– Pero Él vive.
– Sí, pero nos lo podía haber dicho antes, el jueves por la noche, nos habría
ahorrado el mal rato del viernes a la hora de nona» (Aquí suena el Stabat
mater, de Jenkins).
– Es que ni él mismo lo sabía.
– Pero siendo quien es, su conciencia…»
– Déjate de conciencias, Malena, eso son monsergas, como decía la abuela Ana,
eso se queda para teólogos alemanes romanizados con miedo a mirar cara a cara.
– Ahora me explico lo desolador de aquella frase, cuando dijo que por qué
estaba abandonado. Con razón lo pasó tan mal.
– Así fue, murió solo y fuera: fuera de su ciudad, fuera de su religión y
condenado por ella, fuera de sus amigos que lo traicionan, no sólo Judas y
Pedro, hasta el mismo Juan pagó el precio de hacer compromisos con los
jerifaltes a cambio de que lo dejasen entrar en la capilla sixtina mientras el
Gran Inquisidor revestido de capisallos largos dictaba sentencia entre el
silencio de los corderos…».
– Al final solo quedamos nosotras, madre.
– Sí, la Ruah se sirvió de vosotras para consolarle; vosotras, las piedras
despreciadas por los constructores de la basílica petrina, fuisteis llamadas a
sostener con vuestro cemento a la piedra angular. Y, al fin, pudo él dar un
grito asumiendo que todo estaba consumado y, mientras Abba respondía con
silencio a su grito, hizo de tripas corazón y cruzó la última puerta.
– ¿Y estaba Abba esperando detrás de la puerta?
– No, Malena, esa fue la sorpresa. No hay un detrás de la puerta, sino un más
acá, ya estás ahora y desde siempre en brazos de Abba, solo que no te das
cuenta. Ya dijo Él: Yo soy la puerta.
– Y por eso ha resucitado de verdad (Scimus Christum surrexisse a mortuis
vere).
– Bien dices que de verdad. Porque volver a esta vida y dejar una tumba vacía
sería morir de mentirijillas. Murió de verdad y vive de verdad, porque, más que
resucitar, lo que pasa es que Él en persona es la Resurrección y la Vida
mismas».
– Ay, madre, da gusto oírte decir estas cosas, ¡cuántos escribas muy doctos en
teología no saben cómo explicarlas, aunque están muy listos para condenar a
quienes las cuentan de otro modo! Tú, Madre, sí que eres mejor exegeta,
aprendiste de tu hijo a interpretar a Abba, tú sí que mereces un doctorado en
la Ciudad de Dios (no en Navarra, ni en la Gregoriana), tú vales más que Judit,
eres fuerte e incisiva, sicut castrorum acies ordinata, te cantarán todos los
meses de Mayo con flores a porfía, tota pulchra, María, gloria de Jerusalén, tú
la hija esperanzada de Sión y alegría de Israel, tu honorificentia populi
nostri…
– Bueno, bueno, Malena, no te pases, que te exaltas demasiado y te van a
confundir con nuevos movimientos.
– Si es que no puedo contenerme, madre, si lo de hoy al alba ha sido
maravilloso, esto es una mezcla de gozar y sufrir. De disfrutar, porque quien
amas vive y el amor es más fuerte que la muerte; pero, a la vez, pasarlo mal,
porque no lo tienes entre tus brazos, así, bien estrechadito y apretadito.
– Claro Malena, si no quieres sufrir, no ames. Pero si no amas, ¿para qué
quieres vivir?»
– Ay, madre, ¡qué cosas más entrañables dices!
– Bueno, Malena, dejémoslo ya, ahora tú tienes que ponerte en marcha, recuerda
que Él dijo que tú te llamarás Petra y que con esa piedra quiere Él destruir
todas las opresiones y desencadenar un movimiento de compasión que inunde el
mundo de ternura».
– ¿Por dónde empiezo?
– Empieza por Juan, pero ayudada por Susana y Salomé. Para asegurar que no
venga con Santiago la involución, tenemos que coger el timón nosotras. De lo
contrario, los rabinos de la curia van y manipulan el Sínodo, redactan
encíclicas largas y abstrusas, nombran obispos de su línea, domestican a los
doce para que monopolicen el título de apóstoles y buscan una tumba vacía en la
que enterrar para siempre el Concilio Vaticano II en un funeral de primera con
veinte turiferarios y una hilera de diáconos con dalmáticas de estilo
lefebvrino.
Pero vosotras, adelante, que aprieten el paso sin miedo las muchachas del Reino
y de las Redes, sople que sople como un tifón la Ruah para inflar con viento
favorable las velas de los pescadores y que se llenen de pesca sus barcas
cuando, por fin, os hagan caso a vosotras y dejen ya de una santa vez de echar
las redes siempre a la derecha de la barca y a la derechona del país…»
LA SILLA DE SAN JOSÉ
En el convento San Paolo
de las hermanas clarisas, de un pueblo italiano llamado Tuscania, en el año
1881, una religiosa llamada Sor Maria Geltrude di Gesù Nazareno estaba enferma
desde hacía 3 años de un cáncer considerado incurable. Ella quedó inmovilizada
en cama.
En la mañana del 8 de
marzo, mientras la comunidad religiosa estaba celebrando la santa Misa,
iniciando la Novena a San José, la monjita vio entrar a un hombre en su celda.
Ella estaba muy
sorprendida, porque la regla del monasterio dice que un hombre puede visitar
pero siempre con una mujer que lo acompañe, y no solo, como había aparecido
este hombre.
Ella le pregunto quién
era, y este le respondió «Soy el carpintero de este monasterio», tomó la silla
y se sentó cerca de su cama.
El hombre le preguntó
«¿Que le sucede?».
La monjita responde «Dicen que tengo una enfermedad grave y no se puede hacer
nada».
El carpintero le
recomienda «Confíe en Dios y sigue rezando».
Después este se puso en
pie, y silencioso como entró, se marchó.
La monjita declaró que
este hombre tenía ojos hermosos y sus manos eran blancas y delicadas, que no
parecían de un carpintero.
Al término de la Santa
Misa, la enfermera del lugar, regreso a la enfermería, y encontró la silla, en
cualquier lugar, y eso que ella había ordenado antes de irse. Preguntó a la
enferma que había pasado con la silla que no estaba en su puesto.
La monjita le respondió
«Fue el carpintero del monasterio que se acaba de ir».
La enfermera reaccionó «
¿El carpintero? Pero nadie pudo haber entrado, las llaves del monasterio las
tiene la madre Abadesa»
La monjita le dijo «Si, y si ha sentado aquí, y me ha dicho que confiara en
Dios para curarme.»
Al oír esto la enfermera
salió corriendo a buscar a la madre que tenía las llaves, convencida que la
enferma estaba delirando. Las mojas estaban confundidas por saber quién era
este misterioso carpintero, ya que nadie podía haber entrado.
Una religiosa recordó que
la enferma era muy devota a San José, y que desde el inicio de su enfermedad,
le rezó al santo para que la curase en el día de su fiesta.
Entonces con mucha fe,
fue junto a la enferma, y se puso en rodillas a rezar delante de las dos sillas
diciendo «San José, si realmente eras tú quién vino esta mañana, hazme saber en
qué silla te has sentado».
Entonces una silla empezó
a moverse sin que nadie la tocase y confirmando que San José estuvo ahí.
Gracias San José por tu
intercesión.
JESUS SEPULTADO: DEL
GRITO A LA RISA
Inclinó al fin su cabeza,
rota en grito la Palabra; hubo llantos y lamentos de la tarde a la mañana. ¡Qué
silencio y qué vacío por la Palabra enterrada! Todo aquel día de sábado fue
silencio y esperanza. Y a la mañana siguiente, primera de la semana, la Palabra
se convierte en risa resucitada. Es risa de primavera, es risa que se regala,
Es risa que no termina, es risa que vive y habla. Todo se llena de risa, todo
se estremece y canta; aquel grito del Calvario es ya risa prolongada. Se
acabaron las tristezas, las tristes muertes del alma; hay un rostro que sonríe
y va sembrando esperanzas. No llores ya, Magdalena, buscando lo que más amas:
es hortelano que ríe: una risa que no acaba. No llores más, Pedro amigo,
recordando las tres faltas: ahora está junto a ti el que es risa soberana, y
tan sólo te pregunta si le quieres, si le amas, y solamente te pide reír con
todas tus ganas. No estéis tristes peregrinos de Emaús o de cualquier patria:
Alguien sale a vuestro encuentro y su risa es una llama; siempre se deja
invitar cuando la tarde se acaba, y cuando parte su pan de risa a todos
contagia. Parte tu pan conmigo, Amigo mío del alma, colorea con tu risa los
rincones de mi casa; y que la risa florezca y que fluya como el agua; y los
grupos resuciten en risas multiplicadas.
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