sábado, 15 de septiembre de 2018

La garrafa de agua

Un amigo mío trabajaba en una farmacia mientras estudiaba en la Universidad.
Su trabajo consistía en hacer entregas en algunos hogares de ancianos en la zona alta de la ciudad. Una tarea añadida era un breve viaje a una puerta vecina.
Cada cuatro días se echaba al hombro una garrafa de agua y la llevaba más o menos cincuenta metros a un edificio detrás de la farmacia.
La clienta era una anciana de unos setenta años que vivía sola en una habitación oscura, con escasos muebles y falta de aseo. Del techo de cielo raso colgaba una bombilla. El empapelado estaba manchado y roto. Las cortinas cerradas, y la habitación se veía sombría.
Steve dejaba el agua, recibía el pago, daba gracias a la señora y salía. Con el transcurso del tiempo comenzó a sentirse extrañado por esa compra. Supo que la mujer no tenía otra fuente de agua. Dependía de su entrega para lavar, bañarse y beber durante cuatro días. Extraña elección.
El agua municipal era más barata. La ciudad le hubiera facturado de doce a quince dólares mensuales; sin embargo, su pedido en la farmacia alcanzaba cincuenta dólares al mes. ¿Por qué no eligió el aprovisionamiento más barato?
La respuesta estaba en la entrega. Sí, el agua municipal costaba menos y venía directamente por las cañerías, pero la anciana no veía a una persona. Ella prefería pagar más y ver, saludar y hablar unos instantes con una persona que pagar menos y no ver a nadie.
¿Cómo puede alguien estar tan solo?

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