viernes, 15 de noviembre de 2019

La casa de las conchas

La casa de las conchas, tenía toda la fachada llena de conchas que decoraban la casa, y la hacían llamativa para todo el que por allí pasase. Todos los habitantes del pueblo conocían la casa de las conchas. Pero nadie sabía quién vivía en aquella singular casa. Muchos pensaban que era de alguien de fuera del pueblo y que venía muy pocas veces al pueblo, otros pensaban que estaba abandonada y que alguien se ocupaba de mantener la casa. Cierto era, que nunca habían visto a nadie entrar o salir de aquella casa, pero cierto también que la casa estaba cuidada y no parecía abandonada.
Una tarde de verano, unos niños jugando estaban cerca de la casa de las conchas. Intrigados los niños trataban de ver a través de las ventanas, trababan de mirar por encima de los muros del patio.
En eso estaban, cuando de pronto, como invitándoles a entrar, la puerta del patio se abrió ligeramente, cómo empujada por el viento. Los niños se miraron unos a otros, algo asustados, pero intrigados. Asomaron sus cabezas por el patio con mucha cautela. Dos grandes higueras una en cada esquina del patio, algunos árboles frutales, flores, y un gato de pelo anaranjado que maulló al ver a los niños en la puerta.
- ¡Hola! -dijeron los niños- ¿hay alguien?
No recibieron respuesta y abrieron un poco más la puerta. Pudieron ver la casa al fondo del patio y una tortuga que paseaba pausadamente por aquel jardín florido de secano.
- ¡Holaaaaaa! -repitieron los niños algo nerviosos.
Y esta vez, casi salen corriendo cuando obtuvieron respuesta.
- Hola -les respondió una voz grave- ¿queréis un poco de limonada? Acabo de prepararla.
Los niños pudieron ver a un anciano, detrás de una de las higueras. Tenía un curioso aspecto, iba descalzo y desaliñado, pero con la ropa limpia. El anciano parecía afable y los niños se acercaron a tomar limonada. Y fue entonces cuando aquel adorable anciano les contó la historia de la casa.
Les contó como él mismo había construido aquella casa hacía muchos años. La casa, en la que decía había vivido toda su familia. Contaba la historia con voz agradable y de vez en cuando introducía alguna anécdota familiar o recitaba algún poema de memoria. Los niños escuchaban con la boca abierta.
- ¿Y las conchas? -preguntó uno de los niños.
- En la fachada de la casa, hay exactamente 643 conchas -respondió el anciano- traídas de un mar lejano, hace muchos años cuando comencé a construirla. Cuando empecé muchos decían que no podría hacerlo y cuando termine puse una concha que indicaba que había cumplido un sueño. A partir de entonces cada vez que cumplía uno de mis sueños o uno de mis familiares lo hacía pegábamos una nueva concha. De esta manera podíamos tener presente que cada vez que nos esforzábamos un sueño se cumplía; a veces era muy difícil, pero el truco consiste en no desanimarse, aprender de los errores y seguir intentándolo. Después, cuando una persona del pueblo conseguía un sueño pegábamos una concha. Ya llevamos 643, son muchas conchas, muchos sueños cumplidos.
Se estaba haciendo tarde y los niños volvieron a sus casas. Al día siguiente regresaron a la casa de las conchas pero todo estaba cerrado y ni rastro del anciano, ni tampoco del gato y la tortuga. Regresaron durante varias tardes, pero no volvieron a ver al anciano. Volvieron alguna tarde los veranos siguientes pero no le encontraron.
Eso sí, cada verano contaban las conchas y el número aumentaba, y los niños se alegraban de que la gente del pueblo cumpliera sus sueños. Ellos también lucharon por cumplir los suyos, ya que ahora sabían que cuando uno se esfuerza es posible.

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