Una
tarde de verano, unos niños jugando estaban cerca de la casa de las conchas.
Intrigados los niños trataban de ver a través de las ventanas, trababan de
mirar por encima de los muros del patio.
En
eso estaban, cuando de pronto, como invitándoles a entrar, la puerta del patio
se abrió ligeramente, cómo empujada por el viento. Los niños se miraron unos a
otros, algo asustados, pero intrigados. Asomaron sus cabezas por el patio con
mucha cautela. Dos grandes higueras una en cada esquina del patio, algunos
árboles frutales, flores, y un gato de pelo anaranjado que maulló al ver a los
niños en la puerta.
-
¡Hola! -dijeron los niños- ¿hay alguien?
No
recibieron respuesta y abrieron un poco más la puerta. Pudieron ver la casa al
fondo del patio y una tortuga que paseaba pausadamente por aquel jardín florido
de secano.
-
¡Holaaaaaa! -repitieron los niños algo nerviosos.
Y
esta vez, casi salen corriendo cuando obtuvieron respuesta.
-
Hola -les respondió una voz grave- ¿queréis un poco de limonada? Acabo de
prepararla.
Los
niños pudieron ver a un anciano, detrás de una de las higueras. Tenía un
curioso aspecto, iba descalzo y desaliñado, pero con la ropa limpia. El anciano
parecía afable y los niños se acercaron a tomar limonada. Y fue entonces cuando
aquel adorable anciano les contó la historia de la casa.
Les
contó como él mismo había construido aquella casa hacía muchos años. La casa,
en la que decía había vivido toda su familia. Contaba la historia con voz
agradable y de vez en cuando introducía alguna anécdota familiar o recitaba
algún poema de memoria. Los niños escuchaban con la boca abierta.
-
¿Y las conchas? -preguntó uno de los niños.
-
En la fachada de la casa, hay exactamente 643 conchas -respondió el anciano- traídas
de un mar lejano, hace muchos años cuando comencé a construirla. Cuando empecé
muchos decían que no podría hacerlo y cuando termine puse una concha que
indicaba que había cumplido un sueño. A partir de entonces cada vez que cumplía
uno de mis sueños o uno de mis familiares lo hacía pegábamos una nueva concha.
De esta manera podíamos tener presente que cada vez que nos esforzábamos un
sueño se cumplía; a veces era muy difícil, pero el truco consiste en no
desanimarse, aprender de los errores y seguir intentándolo. Después, cuando una
persona del pueblo conseguía un sueño pegábamos una concha. Ya llevamos 643,
son muchas conchas, muchos sueños cumplidos.
Se
estaba haciendo tarde y los niños volvieron a sus casas. Al día siguiente
regresaron a la casa de las conchas pero todo estaba cerrado y ni rastro del
anciano, ni tampoco del gato y la tortuga. Regresaron durante varias tardes,
pero no volvieron a ver al anciano. Volvieron alguna tarde los veranos
siguientes pero no le encontraron.
Eso
sí, cada verano contaban las conchas y el número aumentaba, y los niños se
alegraban de que la gente del pueblo cumpliera sus sueños. Ellos también
lucharon por cumplir los suyos, ya que ahora sabían que cuando uno se esfuerza
es posible.
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