José Luis Martín Descalzo, en
"Razones desde la otra orilla"
Érase
que se era un viejo pequeño pueblecito, presidido por un castillo aún más
viejo, que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un
gran desierto. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque
raramente pasaba alguien cerca de ellos. Alguna vez se detenían a pernoctar
extrañas caravanas o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y
descansaban, volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito y del
castillo con su diario aburrimiento.
Y así
hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando de que, en la
corte, se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su
país, si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable
o, al menos, posible que pasara por nuestro pueblecito. Por lo cual, por si
acaso, el pueblo y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios
se merecía.
Esto
trastornó de entusiasmo a las autoridades, que mandaron reparar las calles,
limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los
balcones. Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la
aldea. Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta
del castillo y desde allí otear constantemente el horizonte, para dar lo antes
posible la noticia de la llegada de Dios.
El
centinela recibió el encargo con orgullo: jamás en su vida había hecho algo tan
importante. Y se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos
como platos. "¿Cómo será Dios?", se preguntaba a sí mismo. "¿Y
cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército? ¿Quizá con una corte de carros
majestuosos?" En este caso, se decía, será fácil adivinar su llegada
cuando aún esté lejos.
Y
durante las veinticuatro horas del día y de la noche no pensaba en otra cosa y
permanecía en pie y con los ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así
algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría
nada si daba unas cabezadas, ya que Dios vendría precedido por sones de trompetas,
que, en todo caso, le despertarían.
Y
pasaron no sólo los días, sino también las semanas, y la gente del pequeño
pueblo regresó a su rutina de cada día y comenzó a olvidarse de la venida de
Dios. Y hasta el propio centinela dormía ya tranquilo las noches enteras y él
mismo se dedicaba a pensar en otras cosas, porque ya no era capaz de
concentrarse sólo en aquella espera.
Y
pasaron no sólo las semanas, sino también los meses e incluso los años y ya
nadie en el pueblo se acordaba de aquel anuncio para nada. Incluso un año de
gran hambre, la población fue desfilando, uno tras otro, hacia tierras más
prósperas. Y se quedó solo el centinela, aún subido en su torre, esperando,
aunque ya con una muy débil esperanza. Y pasaban ejércitos y caravanas que, por
unos momentos, encendían sus sueños, pero ninguno era el ejército o la caravana
del Dios anunciado.
Y el
centinela comenzó a pensar: "¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo
nunca tuvo interés alguno, y ahora, vacío, mucho menos. Y si viniera, ¿por qué
iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?" Pero,
como a él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la
esperanza, su decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas.
Hasta
que un día se dio cuenta de que, con el paso de los días y los años, se había
vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir la escalera de la torre. Sintió
que sus ojos se iban cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba
acercándose. Y no pudo evitar que de su garganta saliera una especie de grito:
"Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir
sin verle."
Y
entonces, justamente en ese momento, oyó una voz muy tierna a sus espaldas.
Una
voz que decía: "Pero ¿es que no me conoces?"
Entonces
el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: "¡Oh, ya
estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo
no te he visto?"
Y, aún
con mayor dulzura, la voz respondió: "Siempre he estado cerca de ti, a tu
lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero
ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan
y sólo los que me esperan, pueden verme."
Y
entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como
estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
Esta
es la fábula de la que hablé al principio. Y el texto que San Lucas escribió en
el capítulo 18,8 de su evangelio, y que tanto me ha hecho temblar al ver la
paganización de las Navidades, es éste: "Pero, cuando venga el Hijo del
Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" Porque podría suceder que, cuando
vuelva, no haya nadie en la torre.
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