En la Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote
J L
Martín Descalzo
Sucedió
en la última guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos
destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la catedral.
Y
una de las «víctimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó
literalmente destrozado. Al concluir la guerra, los habitantes de aquella
ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo bombardeado, y, pegando
trozo a trozo, llegaron a formar de nuevo todo su cuerpo... menos los brazos.
De
éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo
para siempre, mutilado como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al
altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos
escribieron un gran letrero que decía: «Desde ahora, Dios no tiene más
brazos que los nuestros.»
Y
allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes.
Bueno, en realidad, siempre ha sido así.
Desde
el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio
precisamente para suplir los suyos, para que fuéramos nosotros quienes
multiplicáramos su creación con las semillas que Él había sembrado.
Podemos
decir también que los Sacerdotes son los brazos de Cristo, por medio de los
cuales el Señor nos da su gracia en los Sacramentos. Y también todos somos los
brazos, los pies y el corazón de Cristo.
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