En
cierta ocasión hicieron una apuesta el agua, el viento y la brisa. El juego consistía
en comprobar quién era el más hábil para que, un señor que caminaba todos los
días por una calle, se quitara su valioso abrigo.
El
viento, impetuoso, contestó: ¡yo seré quien lo consiga! Cogió fuerza y sopló
sobre aquel señor que se paseaba con su flamante abrigo. Éste, al sentir el
aire, agarró fuertemente con sus manos el abrigo para que no se lo llevara
aquella corriente traicionera.
Al
día siguiente le tocó el turno al agua. Pensó; si descargo con furia sobre este
señor, no le quedará otro remedio que desprenderse del abrigo si no quiere
estropearlo. Y así fue. Comenzó a llover con intensidad. Pero, el señor del abrigo,
sacó un paraguas de un bolsillo y además logró cobijarse en unos porches a tiempo.
No
muchos días después, entre sonrisas y burlas, le tocó el turno a la brisa. Ésta
era humilde, constante en aquello que se proponía y no solía maltratar a nadie.
Cuando se dio cuenta de que, aquel señor, pasaba por la calle… comenzó a ser lo
que siempre quiso ser: suave brisa con un poco de calor. El señor al sentir la
presencia de una brisa tan agradable se dijo: “qué bien se va por esta calle”.
Y se quitó el valioso abrigo.
Así
es la oración que quiere Jesús. Confiada y suave. Constante y persistente. El
Señor, que no se deja ganar en generosidad, nos da todo aquello que le pedimos
con una condición: que lo hagamos con delicadeza, a tiempo y destiempo, pero
con amor.
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