Había un hombre
que tenía cuatro hijos. Intentaba enseñarles que no juzgaran las cosas rápidamente;
para ello los envió a cada uno por turnos a ver un peral que estaba a gran
distancia. El primer hijo fue en el invierno, el segundo en la primavera, el
tercero en el verano y el hijo más joven en el otoño.
Cuando todos
ellos habían ido y regresado, él los llamo y, juntos, les pidió que
describieran lo que habían visto.
El primer hijo
menciono que el árbol era horrible, doblado y retorcido.
El segundo dijo
que no, que estaba cubierto con brotes verdes y lleno de promesas.
El tercer hijo
no estuvo de acuerdo, dijo que estaba cargado de flores, que tenía un aroma muy
dulce y se veía hermoso. Erala cosa más hermosa que jamás había visto.
El último de
los hijos no estuvo de acuerdo con ninguno de ellos, dijo que estaba maduro y
marchitándose de tanto fruto que tenía, lleno de vida y gozo.
Entonces el
hombre les explicó a sus hijos que todos tenían razón, porque ellos solo habían
visto una de las estaciones de la vida del árbol.
Él les dijo que
no se debe juzgar a un árbol, o a una persona, sólo por ver una de sus
temporadas, y que la esencia de lo que son, el placer, regocijo y amor que
viene con la vida puede ser sólo medida al final, cuando todas las estaciones
han pasado.
Si tú te das por vencido en el invierno,
habrás perdido la promesa de la primavera, la belleza del verano y la
satisfacción del otoño. No dejes que el dolor de alguna estación destruya la
dicha del resto. No juzgues la vida sólo por una estación difícil. Persevera a
través de las dificultades y malas rachas… mejores tiempos seguramente vienen
por delante.
¿No será que
nos quedamos con una idea prefijada de una determinada estación de una persona,
a partir de la cual la juzgamos el resto del tiempo?
¿No
deberíamos entender a las personas como cambiantes y no como inalterables?
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