Hace muchos
años, en la ciudad de Luxemburgo, un capitán conversaba con un carnicero cuando
una señora mayor entró en la carnicería. Ella le explicó que necesitaba un poco
de carne, pero que no tenía dinero para pagarle.
Mientras tanto,
el capitán escuchaba la conversación entre los dos, “o sea que quiere un poco
de carne, ¿pero cuánto me va a pagar?”, le dijo el carnicero. La señora le
respondió: “no tengo dinero, pero iré a misa y rezaré por sus intenciones”. El
carnicero y el capitán eran buenas personas pero indiferentes a la religión y
bromearon sobre la respuesta de la señora.
“Vaya a misa
por mí y cuando vuelva le daré tanta carne como pese la misa”, le dijo el
carnicero.
La mujer salió
y fue a misa. Cuando el carnicero la vio entrar cogió un pedazo de papel y
escribió “ha ido a misa por mi”, y lo puso en uno de los platos de balanza y en
el otro colocó un pequeño hueso. Nada sucedió y cambió el hueso por un trozo de
carne. El papel pesaba más.
Los dos hombres
comenzaron a extrañarse de lo sucedido. Colocó un gran pedazo de carne en uno
de los platos de la balanza, pero el papel siguió pesando más.
El carnicero
revisó la balanza, pero todo estaba en perfecto estado. “¿Qué es lo que quiere
buena mujer, es necesario que le dé una pierna entera de cerdo? preguntó.
Mientras hablaba, colocó una pierna entera de cerdo en la balanza pero el papel
seguía pesando más.
Fue tal la
impresión que se llevó el carnicero que se convirtió y le prometió a la mujer
que todos los días le daría carne sin costo alguno.
El capitán
salió de la carnicería completamente transformado y se convirtió en un fiel
asistente a la misa diaria. Dos de sus hijos se harían más tarde sacerdotes. El
capitán los educó de acuerdo a su propia experiencia de fe.
El P.
Sebastián, que fue el que me lo contó, acabó diciéndome: “Yo soy uno de esos
dos sacerdotes y el capitán era mi padre”.
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