martes, 26 de abril de 2022

El poder de la palabra

     Liana Castello

El niño había nacido mudo. Nadie entendía por qué nunca había podido hablar. No era sordo, escuchaba perfectamente, pero no podía emitir palabra. Sus padres visitaron a todos los médicos de la ciudad y de otras ciudades también y ninguno podía explicarse porque, un niño sano, no podía hablar.
El pequeño creció escuchando cómo las personas se comunicaban, expresaban sus sentimientos y emociones, discutían y reían. Jamás fue del todo feliz, tenia amor, contención y hasta fe, pero no podía expresarse con la palabra.
Algo le faltaba y era algo importante. Sabía que mucha gente no podía hablar y debía vivir así, en el silencio permanente, pero él no se resignaba. Cierto grado de resentimiento lo habitó y la envidia se instaló en él haciéndole la realidad aún más dura.
Pedía y pedía a Dios un milagro, deseaba poder hablar sobre todas las cosas. Se prometió a si mismo que si algún día Dios se acordaba de su petición, nada lo haría callar.
El joven no sabía que Dios tenía preparado algo para él, más que un milagro, una prueba, con el tiempo lo descubriría.
Un día cualquiera, sin saber por qué, ni cómo, el joven habló y su vida toda cambió. Se sintió feliz, tan feliz como nunca había sido ¡Podía hablar! No más silencio, no más sentirse al margen de todo y todos.
Creyó que era su turno de hablar todo lo callado, que tenía ganado el derecho de decir todo aquello que había tenido guardar durante años. No tuvo en cuenta, como a muchos les sucede, que los dones que Dios nos da, hay que cuidarlos, hay que saber usarlos y también hay que honrarlos.
Y entonces, comenzó a decir cada cosa que pensaba, todo aquello que se le cruzaba por la cabeza, no medía las palabras, opinaba de todo y de todos porque casi toda su vida no había podido hacerlo.
Creía que ya que era su turno de hablar, que después de tantos años de habérsele negado el habla, tenía el derecho de decir y decir y decir. Nunca tuvo en cuenta que toda palabra tiene una consecuencia, buena o mala, que lo que se dice, dicho está y no hay vuelta atrás. No pensó jamás que podía herir y mucho, que también las palabras lastiman y dejan huellas.
Tampoco pensó que poder hablar, no lo habilitaba a no medir, a decir sin pensar. Poco tuvo que esperar para aprender la lección y como muchas lecciones, la aprendió con dolor.
Toda palabra tiene un eco silencioso que, de uno u otro modo, vuelve hacia nosotros, cada palabra da poder, mucho poder y que de ese poder hay que hacer el mejor uso, el más piadoso y prudente. Muchos fueron los que se sintieron heridos por sus palabras, muchos quienes no entendieron su falta de tino y piedad, demasiados los que se alejaron de él.
Desde entonces comprendió el verdadero poder que tiene la palabra y tuvo que aprender a usar las correctas y en el momento justo. También, por paradójico que parezca, aprendió a callar cuando era necesario.
Se dio cuenta que poder hablar no era sólo una habilidad física, sino un don preciado, muy preciado y que poder hablar no lo habilitaba a decir lo que fuera cuando quisiera.
En ese momento, en el de comprender esa realidad, ocurrió el verdadero milagro que no fue poder hablar, sino poder comunicarse con el otro de un modo amoroso.

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