viernes, 15 de septiembre de 2023

La muerte, la madre y el ángel

En pleno día aquella mujer vestía de noche. La oscuridad de su pena hacía juego con la suelta cabellera, los ojos insondables y la túnica. Cansada de llamar a la Muerte que tapó sus oídos y vagó por el mundo sólo por no oírla, acudió al Ángel.
– Señor: he perdido a mi hijo. ¡Era tan pequeño que cabía en la cuna de mis brazos! En vano llamé a la Muerte para que me lo devolviera…
– ¿No sabes, Mujer, que la muerte no devuelve nada…?
– Le rogué que me llevara junto a él. No fui escuchada. No tengo paz ni consuelo. Solo soy una estéril lluvia de lágrimas.
– Resignación, Mujer.
– Lo soñé con amor. Lo engendré con amor. Lo esperé con amor. Lo di a luz con amor… Y me fue arrebatado. No tiene sentido.
– Busca las palabras de la resignación y de la fe -dijo el Ángel y desapareció.
La Mujer cerró sus desolados ojos. Cuando los volvió a abrir estaba en una iglesia esplendorosa. En las paredes, artistas afamados pintaron los rostros de vírgenes y santos. Se arrodilló ante el sacerdote.
– Padre: he perdido a mi hijo. No tengo paz ni consuelo. En vano he llamado a la Muerte. Vivo en martirio.
– Bienaventurados los que sufren porque de ellos será el reino de los cielos… Dios da y Dios quita. Tu criatura, mujer, es un ángel grato a los ojos del Señor. Resignación, hija mía, resignación.
Cubierta con su cabellera como un manto, fue a una sinagoga. Refulgían la estrella de David y los candelabros de siete brazos. Se arrodilló ante el rabino.
– Señor: he perdido a mi hijo. Lo engendré con alegría. No tengo calma, ni consuelo, ni sentido tiene mi vida. Soy un dolor.
– Un Rabí perdió a su hija recién nacida y, en su despedida iba alegre… Cuando le preguntaron el motivo, repuso: Me alegra devolver a Jehová un alma tan pura como cuando él me la dio… Dios da y Dios quita. Resignación, hija mía, resignación.
Envuelta en la oscuridad de su cabellera y de su pena, la mujer entró en la mezquita. La filigrana de la piedra reproducía, hasta el infinito, el nombre de Alá. Se inclinó a los pies del Imán.
– Señor: he perdido a mi hijo. Era tan pequeño que mis brazos le bastaban. Lo amaba y lo perdí. No tengo consuelo.
– La verdadera tumba de los mortales no está en la tierra sino en el corazón de los hombres… Tu hijo está vivo en tu corazón. Vida y muerte no nos pertenecen, Dios da y Dios quita. Resignación, hija mía, resignación.
Arrebujada en el manto, la madre entró en una capilla evangelista. Las paredes eran grises y desnudas. Sólo un crucifijo de madera negra. En lo alto, los fragmentados colores de una vidriera. Se inclinó ante el Pastor.
– Señor: he perdido a mi hijo. Era tan pequeño y tan grande mi dolor. Vivo penando y sin consuelo.
– En el día del juicio final veremos los rostros de él y de los seres que amamos. Dios da y Dios quita. Resignación, hija mía, resignación.
Envuelta en lágrimas y sin fuerzas, la madre, ajena a la vida que pasaba a su alrededor, sólo recordaba al hijo que tuvo en sus brazos y se perdió como en un sueño… El Portero Celestial, con infinita pena le alzó el rostro.
– Mujer, levántate. Voy a llevarte ante quien comprenderá tu dolor.
Por un instante, la madre abandonó su oscuridad de cuerpo y espíritu.
– ¡Señora…! –suplicó la mujer ante la augusta figura– Tú que perdiste a tu Hijo, dime ¿cual es la fórmula del consuelo…?
Entonces, después de dos mil años del hecho, los ojos de la virgen María se llenaron de lágrimas…

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