viernes, 23 de diciembre de 2016

La vendedora de manoplas

Estaba un día esperando el autobús en la parada que está delante de la iglesia. Estaba conmigo mi madre. Se me acercó una señora muy anciana, vestida con un pequeño abrigo negro, ya desgastado por el uso. Caminaba dando pequeños pasos, con la típica rigidez senil de la espalda, de la cabeza y de las manos. Me preguntó si quería comprar una manopla de estambre, que sirven para coger ollas sin quemarse. De momento dije que no me interesaba. Entonces la viejecita se alejó sin insistir y sin dirigirse a nadie más. Me arrepentí de inmediato, porque comprendí que lo importante no era que yo tuviera necesidad de esa manopla, sino que ella tuviera necesidad de venderlas a fin de poder ganar algo.
Intercambié una mirada con mi madre, que la alcanzó enseguida y le preguntó a cuánto las vendía.
- A dos euros la pieza, señora, respondió. Las he hecho yo misma a mano. Tengo noventa y dos años…
- Le compro las cinco que lleva, le dijo mi madre.
La viejecita miró a mi madre con una sonrisa cansada y apenas marcada, sin decir nada, se alejó con su andar tranquilo, un andar que dejaba inmóviles los brazos, los hombros y la cabeza.
Esta escena la he repensado y meditado dentro de mí muchas veces. La viejecita ya se había alejado: ¿Qué otra cosa, o quién, nos convenció para comprar no una, sino todas las que vendía?

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