miércoles, 10 de enero de 2018

La fe se vive en comunidad

Un hombre, que regularmente asistía a las celebraciones y actividades de su parroquia, sin ningún aviso dejó de participar en ellas.
Después de algunas semanas, el párroco decidió visitarlo. Era una noche muy fría.
El sacerdote encontró al hombre en casa, solo, sentado delante de la chimenea, donde ardía un fuego brillante y acogedor. Adivinando la razón de la visita, el hombre dio la bienvenida al sacerdote, le ofreció una silla, cerca de la chimenea y allí se quedó...
Esperaba que el párroco comenzara a hablar.
Pero se hizo un profundo silencio. Los dos hombres sólo contemplaban la danza de las llamas en torno a los troncos de leña que ardían.
Al cabo de algunos minutos, el párroco examinó las brasas que se formaron y cuidadosamente seleccionó una de ellas, la más incandescente de todas, empujándola hacia un lado.
Volvió entonces a sentarse, permaneciendo silencioso y estático.
El anfitrión prestaba atención a todo, fascinado y encandilado. Al poco rato, la llama de la brasa solitaria disminuyó, hasta que sólo hubo un brillo momentáneo y su fuego se apagó de una vez. En poco tiempo, lo que antes era una fiesta de calor y luz, ahora no pasaba de ser un negro, frío y muerto pedazo de carbón recubierto de una espesa capa de ceniza grisácea.
Ninguna palabra se había dicho desde el saludo inicial entre los dos amigos. El párroco, antes de prepararse para salir, removió nuevamente el carbón frío e inútil, colocándolo de nuevo en el medio del fuego. Casi de inmediato se volvió a encender, alimentado por la luz y el calor de los carbones ardientes en torno de él.
Cuando el sacerdote alcanzó la puerta para salir, su anfitrión le dijo:
- Gracias, padre, por la visita, y por sus palabras. ¡Que Dios lo bendiga. Regresaré... ¡Nos veremos en la Parroquia!

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