Había dos hombres en un pueblo. Uno de ellos
siempre se dejaba ver en los lugares públicos y siempre estaba calumniando a
sus vecinos y levantando testimonios falsos de sus paisanos del pueblo. En
cuanto llegaba algo a sus oídos lo exageraba diez veces cuando salía de su
boca, y nada más saber algo que dejaba mal a alguien, decía: ya lo sabía... si
esto no podía salir bien... Y siempre estaba colérico, los días eran amargos
para él y las noches eran tristes.
Sólo le escuchaban aquellos que en sus
corazones eran iguales que él, y entre ellos se justificaban y no querían ver
sus torpezas.
Y había otro hombre en el pueblo que todas las
mañanas se sentaba en la plaza pública y sonreía a todos, y a todos les daba
unas palabras de ánimo, y a todos sus hermanos que le pedían ayuda los socorría
con el corazón sin pedir nada a cambio. Y cuando se enteraba de algún problema
iba y, en silencio, pedía por el que lo tenía para que le vinieran fuerzas y
los superara o encontrara una buena solución. Y su rostro se llenaba de virtud
cuando estas cosas hacía.
Cuando le preguntaban de qué parte sacaba tanta
felicidad, él respondía:
- Cuando levanto mi cuerpo al amanecer, no debo
nada al día por venir. Cada día me trae lo que necesito y se lleva lo que no
necesito. Cuando mi mente quiere volar, me monto en ella, pero nunca la dejo ir
sola: éste es el secreto.
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