Michel
Tournier
Había
una vez, hace mucho, mucho tiempo, dos pueblos vecinos que estaban peleados,
tan peleados, que no querían tener nada igual, ni siquiera nada parecido: si
uno plantaba trigo, el otro cultivaba patatas; si en uno los músicos tocaban la
guitarra, en el otro soplaban la flauta. Y así ocurría con las comidas, los
vestidos, los trabajos y las fiestas.
Todo
tenía que ser completamente diferente, menos una sola cosa: en los dos pueblos
había panadería y se comía pan. Pero claro, no era el mismo pan. En un pueblo
el pan era sequito, casi como uno galleta, pura corteza tostada. En el otro
hacían un pan blando, un bollo tierno como una espuma blanquísima, toda miga,
que se deshacía en la boca.
Un
buen día, el hijo del panadero de uno de los pueblos se enamoró de la hija del
panadero del otro pueblo. De nada valieron las protestas de los padres porque
los jóvenes se amaban y querían estar juntos. Después de muchas discusiones,
los mayores aprobaron el casamiento con la condición de que se fueran a vivir a
otro pueblo cercano donde no hubiera panadería; y entonces serían ellos, los
enamorados, los panaderos del lugar.
Pero...
¿cómo tendría que ser el pan para que ninguno de los dos pueblos se sintiera
disminuido? La nueva panadería debería fabricar un nuevo pan que fuera algo así
como un casamiento de bollos y galletas. ¿Cómo hacer un pan que tuviera el
mismo tiempo miga y corteza? Los jóvenes panaderos hicieron muchas pruebas; con
más y con menos harina, con más y con menos calor en el horno, hasta que por
fin consiguieron dorar la corteza y mantener blandito el interior del pan. Y
así, por primera vez, la gente de ese pueblo probó el pan que ahora todos
conocemos, y los panaderos que lo fabricaban fueron muy felices. Y colorín,
colorado…
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