Osho
Volvía a casa
después del colegio, que estaba como a un kilómetro y medio de distancia. A mitad
de camino había un enorme árbol Ficus Religioso. Pasaba junto a ese árbol todos los días,
al menos cuatro veces: al ir al colegio, al volver a casa para comer, después
otra vez al ir al colegio y otra vez al volver a casa. Había pasado junto al árbol
miles de veces, pero ese día ocurrió algo.
Hacía mucho
calor, y al aproximarme al árbol iba sudando. Al pasar bajo el árbol hacía
tanto fresco que me quedé allí un rato, sin saber por qué, sin pensarlo. Me
acerqué al tronco, me senté y lo toqué. No puedo explicar qué ocurrió pero me
sentí inmensamente feliz, como si algo transpirase entre el árbol y yo. El
frescor no podía ser la causa, porque había pasado muchas veces bajo la sombra
del árbol mientras iba sudando.
También me
había detenido allí alguna vez, pero hasta entonces no se me había ocurrido tocar
el tronco y sentarme como cuando te encuentras con un viejo amigo. Ese momento
sigue brillando como una estrella. En mi vida han ocurrido muchas cosas, pero
la intensidad de ese momento no ha disminuido: aún la conservo.
Siempre que lo
recuerdo sigue ahí. Ni ese día comprendí con claridad lo que había ocurrido ni hoy
puedo decirlo, pero algo ocurrió. Y a partir de ese día se estableció una
relación con el árbol que no había notado hasta entonces, ni siquiera con un ser
humano. Me hice más amigo de ese árbol que de nadie en el mundo. Para mí se
convirtió en una costumbre: siempre que pasaba junto al árbol, me sentaba
durante unos segundos o unos minutos y acariciaba el tronco.
Aún lo veo, ese
algo que iba desarrollándose entre nosotros. El día que acabé el colegio y me
trasladé a otra ciudad para entrar en la universidad, me despedí de mi padre,
de mi madre, de mis tíos y de toda mi familia, sin llorar. Nunca he sido de los
que lloran con facilidad. Pero ese mismo día lloré al despedirme del árbol Ficus Religioso.
Sigue siendo como un faro. Y mientras lloraba, tuve la absoluta certeza de que
el árbol tenía lágrimas en los ojos, aunque yo no podía ver ni sus ojos ni sus
lágrimas. Pero sí podía sentir... Cuando acaricié el tronco del árbol noté su
tristeza, y que me decía adiós, que me daba su bendición.
Y fue mi último
encuentro con él, porque cuando volví, al cabo de un año, por alguna absurda
razón lo habían derribado y se lo habían llevado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario