Jorge Bucay
Cuentan que, en
el receso de una batalla, el general de un poderoso ejército se presentó en el
templo tofuku, donde moraba un monje que cargaba consigo la fama de ser la
persona más sabia de su tiempo y la más dotada espiritualmente.
Su deseo no era
más que el de saludarlo, ya que ambos habían compartido tristezas y alegrías de
la infancia en una pequeña aldea, no demasiado lejana del lugar donde se
levantaba el templo.
Cuando uno de
los aspirantes lo recibió́ en la entrada del templo, el general dijo:
— Dígale al
maestro que el general Kitagaki está aquí́ para verlo.
El discípulo
entró en el templo y volvió́ a salir después de unos minutos.
— El maestro
dice que no puede verlo, dice que no conoce a ningún general.
— Sin duda se
trata de un malentendido. Dígale al maestro que volveré́ mañana.
Al día
siguiente el general volvió́ a presentarse frente al templo. En el camino había
estado pensando que quizás hubiera más de un maestro en el templo. “Seré́ más
claro esta vez”, pensó Kitagaki. Así que cuando un discípulo salió a
recibirlo, le dijo:
— Dígale al
maestro Ho que el general Kitagaki está aquí́ para verlo.
El joven hizo
una reverencia y entró al templo. Al salir, su respuesta fue idéntica a la del
día anterior.
— El maestro Ho
dice que no puede verlo, y que no conoce a ningún general.
— Dígale que
regresaré mañana –dijo otra vez Kitagaki.
Antes de
retirarse agregó ofuscado:
— Y dígale que más
le vale no negarse de nuevo a verme.
Aún no había
salido completamente el sol la siguiente mañana cuando Kitagaki se detuvo de
nuevo frente a las puertas del templo tofuku y, utilizando su voz firme y
sonora, se anunció frente al aspirante que estaba allí́:
— Dígale al
maestro que el general Kitagaki, líder del Ejército del Sur, demanda verlo.
Nuevamente el discípulo
desapareció́ dentro del templo y al regresar repitió́:
— El maestro
dice que no puede verlo pues no conoce a ningún general ni tiene idea de qué
es el Ejército del Sur. Pero le envía esto.
Entonces le tendió́
al militar un pequeño caballito de madera, el tipo de juguete que habría usado
un niño de cinco años.
Entonces, de
pronto, aparecieron en la memoria de Kitagaki imágenes de la pequeña aldea en
la que había crecido, oyó́ las voces de los niños corriendo y la suya propia,
cuando jugaba con figuras de madera como la que en ese momento, tantos años después,
tenía entre sus manos. Permaneció́ un minuto en silencio y luego se dio cuenta
de su error:
— Pídele
disculpas al maestro. Dile que su viejo amigo Kitagaki está aquí́ para verlo.
El aspirante a
monje volvió́ al interior del templo y, al cabo de unos minutos, salió́
acompañado del maestro, que, abriendo los brazos hacia Kitagaki, dijo:
— ¡Viejo amigo!
¡Qué gusto que estés aquí́! Hace tres días que te estoy esperando!
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