José Saramago
Las
historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los
niños, al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas.
Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender,
y eso me da mucha pena.
Porque,
además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar
de una manera muy clara y muy explicada, y una paciencia muy grande. A mí me
falta por lo menos la paciencia, por lo que pido perdón.
Si
yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa
que un día me inventé, y que, así como vais a leerla, no es más que un resumen
que se dice en dos palabras…Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado
que mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos
de los cuentos de hadas y princesas encantadas…
¡Hace
ya tanto tiempo de eso!
En
el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan
a aparecer algunas palabras difíciles, pero, quien no lo sepa, que consulte en
un diccionario o que le pregunte al profesor.)
Que
no se preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni siquiera
las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar
donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo,
y una parentela confusa de la que no hay noticia.
Nada
más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol
en árbol como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido
en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a todos
nos ha permitido…
Hasta
que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer sólo. Desde
allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no
tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para
redondear la frase.
Desde
allí en adelante, para nuestro niño, hay solo una pregunta sin literatura: “¿Voy
o no voy?” Y fue.
El
río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde
que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través,
entre extensos olivares, unas veces caminando de campanillas blancas, y otras
adentrándose en bosques de altos fresnos donde había claros tranquilos sin
rastro de personas o animales, y alrededor un silencio que zumbaba, y también un
calor vegetal, un olor a tallo fresco sagrado.
¡Oh,
que feliz iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear
y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita
colina redonda como una taza boca abajo.
Se
tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿Qué vio?
Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan
decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, como es un niño de cuento, pensó
que tenía que salvar la flor.
Pero
¿dónde conseguimos agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo en el río,
y ¡estaba tan lejos!…
No
importa.
Baja
el niño la montaña, atraviesa el mundo todo, llega al gran río Nilo, en el hueco
de las manos recoge cuanta agua le cabía. Vuelve a atravesar el mundo por la pendiente
se arrastra, tres gotas que llegaron, se las bebió la flor sedienta. Veinte veces
de aquí allí, cien mil viajes a la Luna, la sangre en los pies descalzos, pero
la flor erguida ya daba perfume al aire, y como si fuese un roble ponía sombra en
el suelo.
El
niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder
en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y
los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.
Lo
recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando
levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que
estuviera allí.
Fueron
todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía.
Sobre él, la flor resguardándolo con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo
del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores
del arco iris.
A
este niño lo llevaron a casa, rodeando de todo el respeto, como obra de milagro.
Cuando
luego pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para
hacer una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños. Y ésa
es la moraleja de la historia.
Este
era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias
para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis
explicarla de otra manera, como palabras más sencillas que las mías, y tal vez
más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños.
¿Quién
me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees,
pero mucho más bonita?…
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