jueves, 20 de septiembre de 2018

El convicto liberado

Cada año, con motivo de las fiestas de aniversario de su coronación, el rey de un pequeño condado liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años como monarca, él mismo quiso ir a la prisión acompañado de su Primer Ministro y toda la corte para decidir qué prisionero iba a liberar.
- Majestad, dijo el primero, yo soy inocente pues un enemigo me acusó falsamente y por eso estoy en la cárcel.
- A mí, añadió otro, me confundieron con un asesino pero yo jamás he matado a nadie.
- El juez me condenó injustamente, dijo un tercero.
Y así, todos y cada uno manifestaba al rey por qué razones merecían precisamente la gracia de ser liberados.
Había un hombre en un rincón que no se acercaba y que por el contrario permanecía callado y algo distraído. Entonces, el rey le preguntó:
- Tu, ¿porque estás aquí?
-  Porque maté a un hombre majestad, yo soy un asesino, contestó el hombre.
- ¿Y por qué lo mataste?, inquirió el monarca.
- Porque estaba muy violento en esos momentos, contestó el recluso.
- ¿Y porque te violentaste?, continuó el rey.
- Porque no tengo dominio sobre mi cuando me enfado.
Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía a quien liberaría. Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acaba de interrogar:
- Tú sales de la cárcel.
- Pero majestad, replicó el Primer Ministro, ¿acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?
- Precisamente por eso -respondió el rey- saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos y son tan inocentes.
El único pecado que no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces tratamos de aparentar.

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