A un pueblo
perdido entre las montañas llegó un caminante que regalaba unos frascos que
contenían, según él, el elixir de la felicidad. Como todos estaban muy
necesitados de ella, acabaron con todos los frascos que llevaba. Pero aquel
elixir no podía tomarse de cualquier manera.
Antes de
marcharse les dijo que, para que funcionara, tenían que beberlo después de
cenar en casa de unos vecinos y esperar con ellos media hora para notar sus
efectos. Y así comenzaron a hacerlo aquella misma noche. Todos prepararon sus
casas para acoger a sus vecinos y hacer que la espera fuera lo más agradable
posible.
Los efectos fueron tan extraordinarios que
al día siguiente no se hablaba de otra cosa en el pueblo. Por la noche
volvieron a hacer lo mismo, pero esta vez con diferentes vecinos. Y,
asombrosamente, funcionó igual de bien. A la mañana siguiente todos iban
radiantes de felicidad comentando las maravillas de aquel elixir. Noche tras
noche se fue repitiendo la misma historia hasta que los frascos quedaron
vacíos. Entonces la tristeza se apoderó nuevamente de todos.
Pasaron
unos días hasta que otra vez volvió a pasar por allí el caminante. Al verlo, se
abalanzaron sobre él pidiéndole más frascos de aquel elixir. El caminante, muy
extrañado, les dijo.
Pero si ya no me quedan más frascos. Creía
que ya os habríais dado cuenta dónde estaba el secreto del elixir. Cada vez que
os sintáis infelices, no tenéis más que llenar vuestros frascos de agua
azucarada con limón e ir a casa de vuestros vecinos a compartir la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario