Un perro repetía
constantemente a su hijo:
- Como no te
esfuerces por aprender ahora, nunca vas a ser nada el día de mañana.
Una vez ya no
aguantó más y le replicó al padre:
- Papá, tú me
dices que aprenda mil cosas: a cazar, a andar por la ciudad respetando los semáforos
a acompañarte muchas veces, a dejarte solo otras... Y mil cosas que se piden a
los humanos adultos. Pero nosotros, papá, somos perros y yo soy muy pequeño todavía.
- No te pido la
luna -contestó el padre-, sólo que sepas comportarte siempre bien y que hagas todo
lo mejor que puedas.
- Pues perdona,
papá -replicó su hijo, envalentonándose-, pero tú no respetas los semáforos, te
esfuerzas poco en la escuela de perros, te enfadas e insultas, dices groserías...
si eso lo haces ahora, ya de mayor, querría yo saber cómo serías de joven. Y
ahora no te esfuerces en educarme bien, con cariño y con sinceridad.
El padre no
pudo aguantar lo que él llamaba insolencia del hijo. Le dio un ladrido y lo
mandó a la cama sin explicaciones. La madre, después de un rato, se acercó al
hijo para decirle:
- Hijo, tienes
razón en lo que dices pero no en la manera de decirlo. Tus padres debemos lograr
-con los medios que sean- hacer de ti un buen perro. Y tú debes aprender a ser
un buen perro y un buen hijo. Hasta es posible que no seamos muy buenos perros,
pero sí queremos que lo seas tú, Porque eso es bueno. Y, queremos ser buenos padres
para ti: que seas capaz de ser bueno y feliz aunque nosotros no vivamos o
aunque nosotros no seamos ni buenos ni felices.
El perro echó unas
lagrimitas y dio un beso a su madre.
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