Una
noche, mientras quería dejarme arrebatar por el sueño, jugueteando por entre mis
cabellos y mis oídos, con susurros, mi ángel me soltó esto: “Las flores son cabellos
de Dios”
Una tarde, concluido
el mundo vegetal, que no tenía flores, mientras Dios (el Padre) caminaba pensativo
(es un decir) en seres nuevos, Dios (el Hijo) trenzaba pequeños palitos
entrecruzándolos y poniéndolos a contraluz del sol poniente, y Dios (el Espíritu)
jugueteaba con las ramas de los olivos. De pronto sintieron que faltaba algo
junto a la verde hierba y los árboles llenos de frutos.
Se sentaron.
Jugueteaban con el sol (rojizo se veía ya), haciéndole cosquillas y riendo y
tosiendo este (de ahí las mal llamadas “manchas solares”) llegaron miles y miles
de ángeles, arcángeles, y serafines y querubines... formando una gran algarabía
e intentando alcanzar una pequeña mariposa que había escapado del pensamiento
de Dios, pero que ya casi extenuada, no tenía donde parar. El Padre, le ofreció
su cabeza, señalando con un dedo y allí se posó la mariposa. Todas las turbas
celestiales se quedaron paralizadas y la Trinidad sonreía complacida.
Al instante, el
cabello del que pendía la mariposa cayó al suelo con más velocidad de lo normal,
por el peso de la mariposa, que sorprendida y cansada, no encontró la forma de
volar. Y al caer el cabello a tierra, se convirtió en una bella flor. Miles de
cabellos de Dios, soltaron miles de flores de todos los colores, tamaños, formas...
y la hierba se encontró salpicada de miles de especies de flores; y como si
hubiese recobrado la fuerza, la mariposa iba feliz de flor a flor.
Desde entonces,
los ángeles persiguen mariposas para atraparlas, solo cuando vuelan. Cuando se
posan sobre una flor, dejan de seguirlas y contemplan la belleza de los cabellos
de Dios, y su pensamiento, hecho mariposa.
Aquella tarde terminó
cuando un ángel cortó una flor y la puso sobre su cabeza, divinizándola. La risa
de todos se convirtió en tormenta que apagó el sol, y la lluvia mojó y regó para
siempre, los cabellos de Dios.
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