miércoles, 5 de mayo de 2021

Un regalo para dos

             Andrea Hensley

El hermoso día estaba hecho a medida para pasear por el centro urbano de la ciudad de Portland.
Éramos un grupo de consejeros de un campus de verano haciendo uso de nuestro día libre, alejados de los veraneantes y dispuestos a divertirnos un rato. A la hora del almuerzo encontramos un bello parque en el centro de la ciudad. Como todos teníamos un gusto diferente cada cual se fue a buscar lo que quería para comer, después de acordar que nos encontraríamos en el parque poco después.
Cuando mi amiga Robby se encaminó hacia un carrito de perritos calientes, decidí acompañarla. Observamos cómo el vendedor elaboraba un perrito caliente perfecto, tal y como ella lo deseaba. Sin embargo, el vendedor nos sorprendió cuando ella se dispuso a pagarle.
- “Ese perrito se ve un poco frío, dijo el señor, guarde su dinero. A usted le tocó el perrito caliente gratuito del día”.
Le dimos las gracias y nos fuimos a reunirnos con los demás amigos para saborear juntos nuestras viandas.
Pero mientras comíamos y charlábamos me llamó la atención un señor solitario sentado cerca de nosotros, que parecía observarnos. Se le veía sucio. Otra persona sin hogar y a la deriva, como tantos que se ven en las ciudades, me dije sin darle mayor importancia.
Al terminar de almorzar nos preparamos para seguir nuestro periplo turístico, pero cuando Robby y yo nos acercamos al canasto de basura para arrojar los restos del almuerzo, escuché una sonora voz que me decía:
- “¿Ha quedado algo de comida en esa bolsa?”.
Era la voz del hombre que nos había estado observando. Me sentí incómodo y le dije:
- “Infortunadamente, ya no queda nada”.
- “¡Qué pesar!”, fue todo lo que dijo, sin vergüenza alguna. Era evidente que tenía hambre, que no le gustaba ver comida desperdiciada y que estaba acostumbrado a formular la pregunta anterior.
La situación me incomodó, pero no supe cómo reaccionar. En ese momento dijo:
- “Ya vuelvo. Espérame un momento”, Robby salió corriendo.
Quedé intrigado al verla dirigirse hacia el carrito de los perritos calientes. De repente, caí en cuenta de lo que se proponía. Compró un perrito caliente, regresó y se lo dio al señor hambriento.
Simplemente se limitó a decir:
- “Sólo estaba transmitiendo la bondad que alguien tuvo conmigo”.
Ese día aprendí que la generosidad puede ir más allá de la persona que la recibe. Al obsequiar, estamos enseñando a los otros a ser dadivosos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario