Del libro CIELO Y LIBERTAD. César Gopar Wachako
Sucedió durante una clase de una escuela primaria, en la que el maestro trataba de persuadir a los alumnos acerca de la no existencia de Dios.
El debate favorecía a este, porque en realidad nadie objetaba el argumento del profesor. La pregunta era sencilla, pero su respuesta sí que hacía mover no solo a la clase sino todo el entorno de aquel lugar.
- ¿Dónde vive Dios?
Esa sí que era la pregunta del millón.
- Tienen cinco minutos antes de que me lean sus respuestas, dijo con todo el educador.
Pasados cinco minutos comenzó la lectura de respuestas. Eso sí que fue algo digno de presenciarse. Y mientras los alumnos leían, el maestro cada vez se alzaba más orgulloso y soberbio, evidenciando un gozo y celebración por las respuestas incongruentes y sin fundamento por parte del alumnado.
¡En mi corazón, decían muchos! ¡En su santo templo!, decían otros. En el tercer cielo expresaban otros, en Jerusalén, en las montañas, en los desiertos, en el aire, en las nubes, en una nave espacial, dijo la más despistada.
- ¿Dónde vive Dios?
Volvió a tronar la pregunta. Y cuando ya el silencio reinaba en la clase, se oyó una voz dulce y agradable, pero firme, con la mano levantada y mirando con seguridad al profesor dijo:
- ¡Yo sé dónde vive, profesor!
- ¡Dónde! -casi gritó el profe.
Ella, la dulce niña, sin titubear, contestó con la más absoluta seguridad.
- ¡En mi casa, profesor! Mi padre lleva años sin consumir alcohol, ya trabaja, nos lleva alimentos y ropa y hasta una lavadora compró a mamá, pero lo más importante es que ya no golpea a mi madre, ni nos corre bajo la lluvia de casa, no nos insulta, ni se escucha la música grotesca a altas horas de la noche y eso ocurría con mucha frecuencia. Mamá ya nos sonríe y hasta ha venido a la escuela a dejarme, pues, no salía porque siempre amanecía golpeada y herida. Mi hermana y mi hermano mayores ya se habían escapado de casa y vivían en la calle como indigentes, hoy nos sentamos todos juntos en nuestra humilde mesa, para disfrutar de nuestros alimentos, ya no se siente el abandono, la miseria, el llanto y el dolor. Ha pasado tiempo sin un grito en mi casa, sin que tengamos que ir a refugiarnos con los vecinos. Hoy mi padre me abraza y me dice que me ama y hasta me ha comprado algún que otro detallito. Mi padre nos ha pedido perdón, no solo a nosotros como familia, sino también a otras personas, y los domingos se levanta muy temprano y lo he visto de rodillas llorando, luego nos lleva a todos a la iglesia.
Le pregunté un día que como había ocurrido ese milagro. Él solo me contestó que le había abierto la puerta de nuestra casa a Dios. Y es por eso que yo afirmo contundentemente qué Dios vive en mi casa y todos los días le pido que jamás se marche de nosotros.
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