miércoles, 30 de agosto de 2017

Las manos de mi abuelo

¡Nunca volveré a ver mis manos de la misma manera!

El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en el banco del patio. No se movía, solo estaba sentado cabizbajo mirando sus manos. Cuando me senté a su lado no se dio por enterado y conforme pasaba el tiempo me pregunté si estaba bien. Finalmente, no queriendo estorbarle sino asegurarme que estuviese bien, le pregunté cómo se sentía.
Levantó su cabeza, me miró y sonrió.
- “Sí, estoy bien, gracias por preguntar”, dijo en una fuerte y clara voz.
- “No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí simplemente mirando tus manos y quise estar seguro de que estuvieses bien”, le expliqué.
- “¿Te has mirado alguna vez tus manos? preguntó, quiero decir, ¿realmente mirarte las manos?”
Lentamente abrí mis manos y me quedé contemplándolas. Las volví, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. No, creo que realmente nunca las había observado mientras intentaba averiguar qué quería decirme. El abuelo sonrió y me contó esta historia:
- “Detente y piensa por un momento acerca de tus manos, que bien te han servido a través de los años. Estas manos, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las herramientas que he usado toda mi vida para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.
Con ellas he comido y vestido mi cuerpo. Cuando era niño, mi madre me enseñó a unirlas en oración. Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. Han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas y dobladas. Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi hijo recién nacido. Decoradas con mi anillo de bodas, le mostraron al mundo que estaba casado y que amaba a alguien especial.
Ellas temblaron cuando enterré a mis padres y mi esposa y cuando caminé por el pasillo con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Han estado pegajosas y húmedas, dobladas y quebradas, secas y cortadas. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen uniendo para orar.
Estas manos son la marca de dónde he estado y la rudeza de mi vida. Pero más importante aún, es que son las que Dios tomará en las suyas cuando me lleve a casa. Y con mis manos, Él me levantará para estar a su lado y allí utilizaré estas manos para tocar el rostro de Cristo”.
Nunca ya volví a mirar mis manos de la misma manera. Pero recuerdo que Dios alargó las Suyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a casa.
Cuando mis manos están heridas o dolidas, pienso en el abuelo. Sé que él ha recibido palmaditas y abrazos de las manos de Dios. Yo también quiero tocar el rostro de Dios y sentir sus manos en el mío.

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